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A Sara Millerey González le fracturaron los brazos y las piernas antes de arrojarla a una quebrada. Grabaron su agonía, se burlaron de ella y presuntamente amenazaron a quienes intentaron ayudarla. La sevicia del asesinato ocurrido en Bello, Antioquia, ha estremecido al país, pero no es un hecho aislado. En lo que va de 2025 han ocurrido 25 asesinatos de personas LGBTIQ+ motivados por prejuicios. Según cifras de Caribe Afirmativo, de los casos, 14 han sido en Antioquia y 14, del total de todo el país, han sido personas trans. Las cifras deberían bastar para que toda Colombia estuviese alarmada.
No es exagerado pedir más protección a las personas trans. Desde el año pasado el proyecto de ley Integral Trans fue radicado en el Congreso y aún no tiene su primer debate. Se trata de una iniciativa ambiciosa que busca garantizar que las personas trans tengan garantía plena de todos sus derechos, los mismos de toda la ciudadanía, pero ante los que enfrentan barreras: a la justicia, salud, trabajo, educación, vivienda, participación ciudadana y una vida sin perfilamientos por parte de la Fuerza Pública. Sin embargo, persiste una peligrosa banalización del debate público.
“Ideología de género”, “políticas identitarias” y “doctrina woke” son algunas de las frases que se han venido utilizando para estigmatizar y caricaturizar las luchas por la justicia social. La palabra woke, que nació para nombrar la conciencia frente a la injusticia racial y social, y que figuraba en los discursos de Martin Luther King, ha sido vaciada de sentido por sectores ultraconservadores y líderes políticos como Donald Trump, Javier Milei y Víktor Orbán, quienes, en parte, llegaron al poder pese a –o, peor aún, gracias a– despertar pánicos morales con un discurso transfóbico y mentiroso. Más grave aún, esa narrativa ha sido comprada por sectores moderados que hoy repiten que hay una “agenda woke” imponiéndose sobre el sentido común, que esta ha llegado muy lejos, que es una forma de victimizarse, que pretende borrar a las mujeres cisgénero (cuya identidad de género coincide con el sexo asignado al nacer) y que resulta distractora de lo “verdaderamente importante”. Se plantea un falso dilema: que al defender los derechos de las poblaciones más vulnerables se están desatendiendo los problemas de la mayoría. ¿En qué momento garantizar el ejercicio de las libertades individuales y el a la salud, al trabajo, a la educación y a una vida libre de violencia para las personas trans, negras, migrantes o indígenas ha significado que estos mismos derechos sean negados a los demás?
Se exageran realidades, se inventan otras. Activistas que se han abanderado de la causa “antitrans”, que niegan la existencia de identidades diversas, que dicen que quieren defender la niñez y que ven las políticas antidiscriminación como un capricho, han salido a lamentar el crimen de Sara Millerey. Muchos, en sus trinos, reafirman su causa, pero con el matiz de que en ningún momento pretenden incitar a la violencia. Ignoran convenientemente que sus tesis las han compartido los grupos de limpieza social. Los asesinos consideraron que su incomodidad con la individualidad de Sara les daba permiso de decidir si podía vivir.
Desde la Alcaldía de Bello, pasando por la Fiscalía General de la Nación, hasta la Presidencia, las instituciones han dicho que activarán sus protocolos. Y hay que exigir que esos mensajes no se queden como meras declaraciones oportunistas, sino que se traduzcan en resultados. Pero de poco sirven las instituciones y las leyes cuando la violencia está normalizada. Lo advirtió el informe final de la Comisión de la Verdad: la mayor causa de la violencia contra la población LGBTIQ+ es la indiferencia que muta en complicidad.
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