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La creciente expansión de la minería ilegal en el país durante los últimos años ha sido tal, que ya amenaza la primacía de las drogas de uso ilícito como fuente de ingresos al margen de la ley. A diferencia de lo que ocurre con la hoja y la pasta de coca (que no tienen un comercio lícito), su distribución en los mercados internacionales solo requiere la habilidad de introducir el producto indebidamente obtenido en los circuitos legales que ya existen. Llevarlo al exterior es mucho más sencillo, porque no es fácil detectarlo con métodos tradicionales como las máquinas de rayos X o los perros entrenados. Esas y otras ventajas (como la menor presión internacional para combatirla) han convertido a esta actividad en una importante fuente de ingresos para los grupos delincuenciales, y les ha permitido expandir su control territorial moviéndose hacia los sitios en los que se detecta la presencia de los minerales apetecidos.
Frente a esta realidad se habla ya de fortalecer la intervención del derecho penal mediante la creación de nuevos delitos como el comercio no autorizado de mercurio. No es difícil predecir que la criminalización de esas conductas no va a resolver un problema que el propio Estado ha creado con su manejo errático de la política minera, y que solo puede enfrentar adecuadamente si la revisa. El endurecimiento de los requisitos para que grandes compañías internacionales pudieran emprender proyectos de minería siempre ha estado acompañado de buenas intenciones; se busca, con razón, proteger el medio ambiente frente a la deforestación o la estabilidad de algunos ecosistemas, y preservar la salud de quienes podrían verse afectados por residuos de sustancias que, como el mercurio, pueden llegar a contaminar las fuentes de agua utilizadas para el consumo animal y humano o para el riego.
Lo que no parece haberse tenido suficientemente en cuenta en su momento es que la falta de flexibilidad en la imposición de tantas condiciones no solo podía llevar (como en efecto ocurrió) a que varias multinacionales perdieran su interés en la explotación de minerales en Colombia, sino a que ese vacío fuera llenado por bandas criminales. A una empresa legalmente constituida se le pueden imponer plazos para ajustar paulatinamente sus procesos de extracción a nuevos parámetros, porque monitorear su cumplimiento y sancionar su desconocimiento es relativamente simple.
Por el contrario, resulta prácticamente imposible, como lo estamos viendo, conseguir que los grupos armados ilegales contraten mineros conforme al derecho laboral, adelanten sus labores de explotación preservando los ecosistemas y traten los desechos químicos de tal manera que no contaminen aguas ni alimentos. Y, lo que es aún peor, cuando se intenta combatir esas prácticas, lo que se genera es una dinámica de violencia que se traduce en desplazamientos, enfrentamientos con la fuerza pública y violencia contra las comunidades. Frente a este creciente flagelo, bien haría el Estado en revisar la política minera para facilitar —de manera controlada— las actividades de compañías que tengan la capacidad de desarrollarlas conforme a las normas legales.
