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¡Qué falta nos va a hacer Pepe Mujica! Él demostró que la autoridad, bien entendida, sabe abrazar antes que apretar. No se oye por ahí otra voz que ponga en evidencia la estupidez del poder mal utilizado. ¿Para qué gobernar —se preguntaba— si no es para mejorar la vida de la gente? Todos hacemos uso de una cuota de influencia. Todos, en mayor o menor medida, tenemos en las manos un trozo de la vida de los otros que se entrelaza con la nuestra. Él fue completamente consciente de esa responsabilidad.
Pepe Mujica creyó en la democracia. Cuando terminó la dictadura en Uruguay, después de combatir en la guerrilla, de ser apresado y torturado, y de permanecer 14 años en prisión, vio en la política una herramienta más eficaz que la violencia para gestar cambios sociales. Entendió la democracia como un escenario para construir consensos en medio de las diferencias, no para prolongar la lucha armada por otros medios. Si en Colombia lográramos interiorizar este principio, si fuéramos capaces de entender que el verdadero poder transforma a través del diálogo y no de la imposición, empezaríamos a escribir otra historia; juntos y a la vez diferentes.
Tal vez en eso consista su mayor lección: en reconocer que, en cada acto cotidiano, cada palabra y cada silencio, se ejercen formas de poder. Que la grandeza no está en imponer, sino en escuchar y cuidar del otro, aunque no estemos de acuerdo. Ante el odio haríamos bien en preguntarnos: ¿de qué sirve el poder, si no es para hacernos más humanos? Son tiempos difíciles. Se fue el Pepe, se apagó la voz de la conciencia política latinoamericana y el autoritarismo aflora en la izquierda y la derecha. Pero nosotros, ciudadanos del común, tenemos la capacidad de elegir qué clase de influencia ejercer, cada día, cuando tejemos nuestra vida con la de los demás. Todavía podemos —si queremos— ser el poder que abraza.

Por Tatiana Duplat Ayala
