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La escritora Jamaica Kincaid dice que “las plantas en un jardín pueden decir mucho sobre la historia”. Nos cuenta cómo el Capitán Cook —colonizador inglés del siglo XVII— viajó a Tahití, en el Pacífico Sur, y (junto con su equipo de botánicos y mercenarios) vio que la gente comía frutos de lo que llamaron “árbol de pan”. Según las observaciones de Cook este no necesitaba de muchos cuidados para prosperar y su fruto que “simplemente crece y se cae del árbol, se puede asar”.
Los ingleses, explica Kincaid, “pensaron que sería algo bueno” para llevar a otros territorios colonizados. Crearon entonces los primeros jardines botánicos para almacenar plantas y ver cómo se desarrollaban, en San Vicente y Jamaica. Fue allí donde florecieron los primeros árboles del pan por este lado del mundo, en el archipiélago del Caribe. Pese a sus antecedentes imperiales, los árboles de pan fueron usados por poblaciones esclavizadas de islas como Martinica y Guadalupe, en jardines subversivos donde se cultivaron frutas y verduras comestibles y yerbas medicinales para resistir, sobrevivir y subvertir al régimen colonial.
Hoy los árboles de pan crecen en muchos de los barrios de la ciudad de San Andrés. Cuando el fruto está maduro se come asado, frito, en puré o torta. Cuándo está viche se frita o se come hervido, en guiso y sopas. Muchas mujeres tienen árboles de pan en el patio o los comparten con vecinos de la cuadra, pues les permiten gozar de autonomía y tener control sobre su alimentación.
En una ciudad en que los precios de la canasta familiar son exorbitantes, los hogares tienen pequeños jardines en los que crecen Noni, Pepino, Papaya, Bosco, Albahaca, Sábila, Margan y Vorvaine. Como la medicina escasea, se atesoran también plantas medicinales. Congolala para los cólicos y estreñimiento, Man to man, Dish rag y Zusumba contra la gripa, Dag Wood y Anamúl para curar afecciones de la piel. El Matarratón, por su cuenta, sirve para combatir las fiebres, la rasquiña de picaduras de zancudos, los abscesos en la piel (y si se quema en un sahumerio espanta los zancudos).
Estos jardines florecen a pesar de los problemas de agua y de legalización de los barrios. Pues aunque hoy se habla de la importancia de la biodiversidad urbana y hay abundante financiación disponible para reverdecer las ciudades, no hay ningún apoyo para este tipo de iniciativas que promueven la vida y la autonomía sin mucho bombo. Sí hay plata, en cambio, para iniciativas espectaculares y proliferan grandes infraestructuras verdes y mega parques que con inyecciones de capital buscan no sólo conservar y promover naturalezas, sino perseguir ganancias económicas a largo plazo.
Esto suena bien pero tiene legados agridulces. Al ser ambiciosas, las grandes inversiones tienen usualmente consecuencias impredecibles. Investigaciones dirigidas por la profesora Isabelle Anguelovski demuestran cómo en Medellín el proyecto de cinturón verde embelleció barrios populares, pero los despojó de parte de sus territorios para convertirlos “en paisajes verdes de privilegio y placer”. Y, con una inversión de aproximadamente $100.000 millones, el Ecoparque Mallorquín en Barranquilla consiguió limpiar la ciénaga y conservar el manglar. En imágenes de prensa vemos visitantes que se toman fotos y trotan. No vemos, sin embargo, a quienes fueron desalojados de la zona. Ni los medios de vida que perdieron. “Cuatro años teniendo esa caseta. Allí, mi esposa vendía almuerzos con los pescados que yo traía a diario”, le explicó un pescador a la organización Consejo de Redacción. “Un día, la alcaldía dijo que no teníamos derecho a estar allí… Ahora no trabajo en nada, solo vivo del rebusque”.
