
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Luego de estar moribunda por mucho tiempo, Úrsula Iguarán tuvo un último entusiasmo de vida que dedicó a arreglar su casa. Aunque estaba ciega, pudo percibir el deterioro de la infraestructura y entendió que nadie había estado cuidando de la vivienda que construyó y reconstruyó a lo largo de 50 años. Sintió caminar a las cucarachas que convertían la ropa en polvo. Oyó “el trueno continuo del comején taladrando las maderas”, “el tijereteo de la polilla en los roperos”, “el estrépito devastador de las enormes hormigas coloradas” socavando los cimientos de la casa. “No es posible vivir en esta negligencia”, dijo antes de consagrarse a las tareas domésticas.
Cien años de soledad narra cómo “levantada desde antes del amanecer”, Úrsula limpió, regañó, sembró, “puso al sol las escasas ropas que todavía estaban en condiciones de ser usadas, ahuyentó las cucarachas con sorpresivos asaltos de insecticida, raspó las venas del comején en puertas y ventanas y asfixió con cal viva a las hormigas en sus madrigueras”. Narra también cómo, luego de su muerte, no hubo quién cuidara nada con la misma insistencia y la casa con todo y familia (y también el pueblo) se fue derrumbando.
Hoy, poco después del Primero de Mayo, hay que recordar que los quehaceres que posibilitan la vida cotidiana son esenciales para proteger a cada persona y fundamentales para mantener el país a flote. Hay que recordar que son principalmente mujeres quienes se echan a la espalda todos los procesos necesarios para sostener las ciudades y los campos, no solo en el día a día, sino también a través de las generaciones. Hacer el café y las comidas, lavar la ropa, tender las camas, limpiar la casa, desyerbar el patio, hacer tareas con los niños, dar medicinas y llevar a citas médicas a quienes están enfermos.
Estas no son sólo actividades domésticas, pues en un país en dónde gran parte de las mujeres trabajan en sectores informales por poca paga, las fronteras entre trabajo y hogar se han vuelto inseparables. De acuerdo con el Departamento istrativo Nacional de Estadística DANE, el 58-60 % de las mujeres ocupadas trabajan en condiciones de informalidad (los varones tienen una tasa del 52-54) y el 40 % de los hogares pobres en Colombia son liderados por mujeres. Hay quienes venden por catálogo o en puestos ambulantes algunas horas al día desde su propio barrio. Quienes hacen aseo dos veces al día en casa y afuera (como empleadas de servicio trabajando por días). Quienes desde sus hogares prestan servicios de belleza, crían hijos ajenos, cosen, siembran, hacen y venden comida.
Todas estas actividades son subvaloradas, poco reconocidas y mal remuneradas, a pesar de su papel esencial. Y si fallan los servicios públicos de salud, educación, agua o electricidad, se amplifica la carga sobre los hogares y se traslada la responsabilidad estatal a las mujeres de menores recursos, que son la mayoría. Si fallan o no llegan los servicios de agua y alcantarillado asequibles, son las mujeres las que dedican tiempo, fuerza a la recolección de agua y a tratarla para que pueda tomarse. Si fallan o no llegan las medidas de adaptación al cambio climático, son las mujeres las que, a orillas de ríos o mares, tendrán que reconstruir sus paredes o casas cada que se erosionen y se pudran los cimientos o se infiltren con agua las paredes.
Un aspecto central que cabe recordar en este mayo de las trabajadoras es que la economía nacional depende de estas labores y no al revés. La economía y el país (como el Macondo de Úrsula) se apoya (hoy y siempre) en el cuidado, el trabajo doméstico y el mantenimiento de la comunidad que llevan a cabo la mayoría de mujeres en Colombia.
