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¿Quién es familiar? ¿Quién es extraño? “Yo no soy de aquí”, dice el músico uruguayo Jorge Drexler, “pero tú tampoco”. Quizás todos somos extraños. La cuestión adquiere importancia singular en el contexto de la intensificación del sentimiento anti-inmigrante en Europa y las Américas.
A propósito de ello, esta semana el primer ministro británico, Keir Starmer, fue objeto de duras críticas al defender el proyecto de legislación que desarrolla la política de su gobierno sobre la inmigración con la frase: “nos arriesgamos a ser una isla de extraños”.
Aunque el contexto de la frase hacía referencia a la necesidad de reglas y leyes para que una nación diversa continúe “caminando junta hacia adelante,” el foco de la discusión ha sido la aparente resonancia entre las palabras de Starmer y el infame discurso pronunciado por el ultraderechista Enoch Powell en 1968, conocido como los “ríos de sangre”: “Mientras que para el inmigrante la entrada a este país implica su a privilegios y oportunidades buscadas con ahínco, el impacto sobre la población existente ha sido muy diferente… Estos últimos se sienten extraños en su propio país”, dijo Powell.
Para los medios de comunicación es clara la resonancia entre Starmer y Powell, no tanto si dicha resonancia fue intencional o mera coincidencia. Coincidencia o no, la resonancia entre Starmer y Powell obedece tal vez a un supuesto común: la homogeneidad del grupo.
Cuando el primer ministro británico establece que el objetivo de su política es “retomar el control”, el oyente atento debería preguntarse no tanto por el objeto de esa idea —el número de inmigrantes que en vez de reducirse se ha cuadruplicado— sino, antes bien, por el sujeto: ¿Quién, o en representación y a nombre de quién se supone necesario retomar el control?
Una vez se pone la cuestión en estos términos, resulta claro que la defensa y conservación de la identidad, lo que se supone nos hace únicos, define tanto al sujeto de la política de inmigración como a la autoridad que fundamenta las reglas a las que deberían someterse los objetos de control gubernamental. Es decir, los inmigrantes.
Sin embargo, el problema es que la experiencia de lo extraño pone en cuestión precisamente esa división simple entre lo familiar o lo nuestro y lo extraño, lo legal y lo ilegal. Dicho en otras palabras, la inmigración, como fenómeno global o planetario, corresponde al tipo de fenómenos que pone en crisis nuestros imaginarios: los marcos dentro de los cuales hacemos visible aquello que nos permite reconocernos como un “nosotros”, mediante el ocultamiento —el oscurecimiento— de aquello que vemos como “lo otro”
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De manera usual, este “problema”, que es el problema moderno de la unidad, similar a la pregunta acerca de lo uno y lo múltiple, se resuelve mediante la reducción o sustracción de lo diverso a algún mínimo común denominador. Por ejemplo, el idioma, la “cultura” o los valores “comunes”, también la “raza”. Las tragedias del siglo diecinueve y veinte han hecho por lo menos incómoda la apelación a esta última, y es por ello que Starmer y sus defensores evitan algo más que una resonancia lejana entre sus discursos y el de Powell. Pero la tendencia al esencialismo en sus posiciones sigue presente.
También está presente, con diferencias de grado, quizás, en las expresiones de quienes entre nosotros se refieren de manera explícitamente despectiva a eso que llaman “la indiamenta”. Frantz Fanon diría que, al menos en ese aspecto, nuestras teorías modernas de la identidad soberana, la autoridad y el llamado contrato social no han cambiado mucho. Ello a pesar de los procesos de descolonización formal, las lecciones históricas acerca de las consecuencias funestas de la discriminación racial, y de nuestros esfuerzos para acortar el camino hacia la modernización.
O bien, precisamente porque poco hemos aprendido de todo ello. La inmigración y otros fenómenos de carácter planetario, como el cambio climático, nos obligan a pensar en otras formas de unidad y autoridad más allá de la lealtad a esta o aquella esencia identitaria. Digamos, en otras alianzas con otros humanos y no humanos. No más en términos de lealtad.
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