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La figura del troll entró a la RAE hace un par de años. El trol es el del internet que publica mensajes “provocativos”, “ofensivos”o “fuera de lugar” con la intención de “molestar”. Con el fin, agregan, de “llamar la atención”, de “boicotear la conversación”. Una definición posiblemente adecuada, pero algo ñoña. Casi que amigable. Dicho así, mucho más que una amenaza, el troll viene siendo un insolente. Un personaje irreverente.
Nada más lejano de Trump, a quien, sin embargo, se le ha visto trolleando desde que llegó a su segunda istración, durante las elecciones y de ahí para atrás. Desde el trumpismo trollean gustosamente todo lo que pueda ser considerado progresista. Lo woke, la otra palabreja que no tardará en entrar a la RAE y que designa la acción de despertar ante las injusticias raciales (entre otras muchas, como las de género, que se le han agregado).
Un día son los saludos nazis de los mini trolls. Otro, los ataques a las personas trans y sus derechos. Uno más: Trump se hace llamar rey. O plantea convertir Gaza en un balneario (una idea que seguramente ya estaba de cualquier forma en las fantasías urbanísticas de más de uno). El grotesco video producido con inteligencia artificial en el que Musk aparece bronceado en un resort post-genocidio con esculturas doradas de Trump, tan comentado en los últimas días, entra en lo mismo.
El trolleo es, quizás, una estrategia de guerra cultural para divertir a las bases trumpistas, para radicalizar, para confundir, para copar todos los espacios. De cualquier forma, es tan permanente que dejó de ser la excepción. De la fastidiosa estrategia que tanto indigna parecería que pasaron ya, o están por transitar, hacia una forma de gobierno: el trolleo como fin en sí mismo.
Lo que arrancó como una guerra cultural a través de la burla fastidiosa, por supuesto con consecuencias reales en las personas, va tomando los colores naranja radiactivos de una emergencia.
