Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Como tantos otros por acá, la popularidad que da el relato de la seguridad entendida al margen de los derechos humanos viene con altos índices de impunidad. En el caso del ex mandatario de Filipinas entre el 2016 y el 2022, Rodrigo Duterte, fueron varios años de una mal llamada guerra contra las drogas que dejó más de 30 mil muertos. Por el lado de las fuerzas de seguridad encargadas de la matanza hablan de 6 mil.
Cualquiera sea la cifra, Duterte no fue tímido frente al sentido último de su política de seguridad. Ni como alcalde de la ciudad de Davaos ni como presidente. Su guerra contra las drogas tiene semejanzas con la igualmente mal llamada limpieza social practicada en Colombia. En las redadas filipinas no solo participaron oficiales de la policía sino encapuchados y ciudadanos entusiastas. Unos días que por expendedores y otros por consumidores: lo que realmente tenían en común muchos de los asesinados era que eran socialmente vulnerables. Personas pobres presentadas como sospechosas y supuestos de grupos narcotraficantes.
En la fotografía periodística y documental de la época hay rastros de lo que hoy pretende juzgar, desde La Haya, la Corte Penal Internacional. Se le acusa de crímenes de lesa humanidad. El capítulo que abre la I es tan esperanzador como frustrante. La orden de arresto de la I jamás habría prosperado, por ejemplo, sin la oportunista participación del actual presidente, Ferdinand Marcos Jr., el hijo de otro dictador.
Marcos Jr. llegó al poder afirmando que no colaboraría con la justicia internacional. Llegó incluso a armar una endeble alianza con la hija de Duterte, su vicepresidenta, quien ya acusa de persecución política al gobierno del que hace parte. Dicho para otros casos: no hay forma alguna de que la I avance en sus investigaciones contra Benjamin Netanyahu o Vladimir Putin sin la colaboración política e interesada de las pugnas por el poder internas de Israel y Rusia.
