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Nada como las acciones simbólicas para caracterizar a un gobernante. Así no sean intencionales o no resulten como lo “planearon”, sobre todo si lo hicieron de manera improvisada. Por eso, nada define mejor (o peor) al alcalde Galán que las contradicciones en relación con el tráfico en la carrera séptima, la calle emblemática de la ciudad y el país.
Para responder a los reclamos ciudadanos, el alcalde y su secretaria de Movilidad decidieron que los vehículos particulares, paganinis de su inoperancia, no podían circular por el carril exclusivo de Transmilenio, dejándoles, en un sentido, un solo carril por culpa del mal diseño en la ciclorruta de la alcaldesa anterior e ineptitud del actual.
Tarde cayeron en cuenta que esos vehículos no tienen alas, necesitan girar, deben detenerse a dejar o recoger pasajeros o que deben utilizar ese carril prohibido para entrar o salir de viviendas o comercios, y, ¡oh genialidad!, decidieron prohibir su estacionamiento, como si eso no estuviera ya prohibido en esa y otras vías principales que duermen el sueño injusto de mediados del siglo pasado.
El alcalde, ducho en artes de Perogrullo, víctima del desocupe por falta de ideas y acosado por asesores ante ausencia de acciones para comunicar, quería un golpe de opinión y le resultó ese boomerang de la nadería, que lo expuso de pies a cabeza.
Por ahora, solo es experto es en delegar culpas por la imperdonable inseguridad, maloliente suciedad, y la esquizofrenia por el caos en movilidad, sin ninguna solución, como no sea filtrar videítos promocionales, en notas dudosamente periodísticas, para embolatar con imágenes virtuales del tal metro, la tortura del transporte diario.
Y mientras ¿qué? Condenados a vivir en una de las 20 ciudades con peor tráfico del mundo y su grave incidencia en salud mental, estrés e ira, caldo de cultivo de, según la policía, diez riñas diarias con sus efectos aciagos.
Para no hablar de la pérdida de tiempo, acostumbrados como estamos a esta istración vacua que ya ha dilapidado 17 meses.
