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La ciencia y la pedrada

Julio César Londoño
12 de abril de 2025 - 05:05 a. m.
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Como la tecnología es ciencia aplicada, uno piensa que la ciencia fue primero que la tecnología. En realidad todo empezó empíricamente: la palanca es más vieja que Arquímedes, la flecha voló antes que la aerodinámica y la pedrada es abuela de la flecha.

Para la etimología, ciencia y tecnología son la misma cosa: en latín, scientia significaba práctica, pericia, oficios, saberes. Fue solo antier, a finales del siglo XVII, cuando la ciencias se configuraron como saberes especializados y rigurosos; y la palabra científico fue acuñada por William Whewell apenas ayer, en 1833, para designar a los «filósofos naturales».

Si la maestra me pidiera una cronología, yo le diría que la primera fase del conocimiento es la «petrociencia»: la piedra, la lanza, la palanca y la rueda, los oficios, las yerbas medicinales, la magia simpática –ese «vudú» de los cazadores de las pinturas rupestres– y la mitología, o las lecturas simbólicas del mundo.

Luego vino una fase precoz, la «ciencia predictiva», una audacia que empezó con el eclipse de sol calculado y predicho por Tales de Mileto en 585 a. C. Fue algo portentoso. Inexplicable. Tales debió tener datos sumerios… o contó con el auxilio de los dioses, como Ramanujan, a quien la diosa Namakal le dictaba teoremas sobre los números primos.

En términos occidentales, Tales es presocrático, es decir, pitagórico: el mundo todavía era esotérico, pero ya quería ser lógico.

Desde Tales hasta el siglo XVII la ciencia es «filosófica» y se divide en dos: la metafísica, que se ocupa de asuntos irresolubles (los dioses, la felicidad, el mal, el alma, la muerte, la justicia, el tiempo) y los asuntos físicos: los astros, el agua, las plantas, los animales, los cuerpos graves, como las piedras, y las sustancias leves, como el aire, el éter y el fuego.

Aristóteles y San Isidoro son enciclopedistas, como Dante.

En la Baja Edad Media hay un traslape de cosmovisiones similar al traslape presocrático del siglo de Tales: Tomás de Aquino persigue un absoluto, la cuadratura del círculo, sustentar la fe escolástica con la lógica aristotélica. De nuevo se superponían el pensamiento mágico y la razón.

A finales del siglo XVII, un muchacho italiano inauguró la «ciencia moderna»: subió a la Torre de Pisa, arrojó sapos, piedras, libros y escupa, dirigió el telescopio holandés a las estrellas –no a las terrazas donde se bañaban las muchachas–, fue al templo, midió con los latidos de su corazón los periodos de las oscilaciones del hornillo del sahumerio y escribió sus conclusiones en límpidas ecuaciones. Con Galileo nace la física matemática, madre de las ciencias duras.

En paralelo con los modernos trabajaban los naturalistas, que desarrollaron una «ciencia romántica»: Goethe, Humboldt, Mutis, Caldas, Manuel Ancízar, Maeterlinck y otros aventureros descubrieron que la Tierra era un organismo, un cosmos, una sinfonía donde el ser humano tiende a ser la nota disonante.

Desde el siglo XIX aparecen geometrías no euclidianas y lógicas no aristotélicas, unos engendros que primero nos alarmaron y luego encajaron perfectamente en las físicas de principios del XX, la relatividad y la mecánica cuántica, materias que, aceptémoslo, ningún columnista entiende.

A la fase actual los historiadores la llaman «ciencia irónica», una ciencia humilde que predice que no sabrá predecir; que ite sus limitaciones porque tiene que vérselas con sistemas sociales, que no son deterministas, o con sistemas físicos, donde reina el principio de incertidumbre y las antiguas certezas han dado paso al campo de las meras probabilidades.

En suma, hoy no tenemos certezas de nada, pero tampoco pesa sobre nosotros el destino, esa fuerza fatal que nos convertiría en sujetos inimputables.

Con todo, gozamos de un «determinismo» moderado que permite planificar con expectativas razonables de acierto los proyectos oficiales y los negocios de los particulares, sin eximir a nadie de obligaciones éticas. Y si bien es cierto que nos incomoda el margen de error que comporta la «ciencia irónica» (quisiéramos predecir con precisión la fecha y el lugar de las catástrofes naturales), es un precio que aceptamos de buen grado por tener una ciencia humana —es decir, limitada y falible pero siempre perseverante, con frecuencia lúcida y a veces tan providencial como lo fue en la pandemia— y porque ese margen de incertidumbre añade encanto al mundo.

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Duncan Darn(84992)13 de abril de 2025 - 05:06 p. m.
Estupenda columna. Fortalece mi concepto del pago a la suscripción del EE. Gracias!!
Rosdel(57807)13 de abril de 2025 - 04:37 p. m.
Genial! Estupendo recorrido por el último ratico de la humanidad.., la humanidad culpable de tanto y consciente de mucho, pero ignorante de tanto!!’
jaime vallejo tobon(07245)13 de abril de 2025 - 03:57 a. m.
COMO SIEMPRE , SIGUE SIENDO DON JULIO LO MAS RESCATABLE DENTRO DE LOS COLUMNISTAS DEL E.E..
jaime vallejo tobon(07245)13 de abril de 2025 - 03:57 a. m.
COMO SIEMPRE , SIGUE SIENDO DON JULIO LO MAS RESCATABLE DENTRO DE LOS COLUMNISTAS DEL E.E..
jaime vallejo tobon(07245)13 de abril de 2025 - 03:57 a. m.
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