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El papa Francisco murió dos veces. La muerte clínica ocurrió a las 7:35 a.m. del lunes de Pascua a causa de un derrame. La muerte teológica tuvo lugar minutos después, cuando el camarlengo entró a la habitación del papa en la Casa Santa Marta, se acercó al lecho, golpeó tres veces la frente del papa con un martillo de plata y marfil y lo llamó por su nombre de pila –«Jorge Mario… Jorge Mario… Jorge Mario»–. Esperó un momento y le susurró: «Vuelves al polvo». Solo entonces el papa estuvo oficialmente muerto y el joyero del Vaticano rompió su anillo-sello.
Uno puede cuestionar el dogma, dudar de la rectitud de la Iglesia y hasta de la bondad de Dios, pero sus rituales son fascinantes. La semiótica del blanco, del morado, del rojo y del negro, los anillos de piedras rutilantes, tan grandes como los pecados que expían, los cordones de oro, los crucifijos bizantinos que rematan báculos sarmentosos de plata, símbolos esotéricos bordados en fajas y estolas, un boato fashion, una gravedad sacra, cantos gregorianos y fugas de Bach, milenios de sangre, misterio y poder, la arquitectura cifrada de las catedrales, las gárgolas al borde del cielo, las enormes cúpulas apoyadas sobre sí mismas –como la fe–, los sahumerios y las plegarias ascendiendo por las cascadas de luz de los vitrales, la casi tangible presencia de la divinidad.
Los tres últimos papas confirmaron el poder real del obispo de Roma. Wojtyla pulverizó la Cortina de Hierro, empresa que había derrotado a todas las potencias de Occidente; clausuró el Infierno y explicó que el Cielo no era un lugar sino un estado del alma. Ratzinger cerró el Limbo, esa guardería-penal inventada por san Agustín. Bergoglio se ocupó de la naturaleza, descuidada por sus 265 antecesores e incluso por Jesús. Es pecado enturbiar el agua, tiznar el aire, advirtió en su Laudato si. Enfrentó a los demonios del sexo: la pederastia, el homosexualismo y el divorcio, y desafió al poder judío abogando por la libertad de Palestina. Predicador sin pelos en la lengua, en su homilía de Bogotá llamó «sembradores de cizaña»* a los enemigos del proceso de Paz.
La imagen. La televisión del mundo repitió mil veces una escena: una misa en pandemia. El papa camina solo, en la noche, por la enorme plaza de San Pedro. Asciende unos escalones de piedra gastada que parecen de plata por efecto de las luces. Sube como quien va hacia una cruz invisible. Oficia sin fieles, como cumpliendo el raro y antiguo mandato de predicar en el desierto. La imagen, fría y sagrada, es la mejor postal de su pontificado: un anciano solitario que lleva sobre sus hombros el peso de una Institución vacilante.
El argumento. Dicen que a Benedicto lo vencieron los achaques, o las turbias cifras del Banco Ambrosiano, o la vergüenza que le causó la contumaz pederastia del clero. Pero es mucho más linda la razón insinuada en la película Los dos papas: Benedicto unge al cardenal Bergoglio y renuncia al pontificado porque ha perdido la fe, virtud teologal suprema, gracia que nos permite creer en lo que no creemos. Es un argumento precioso: un papa incrédulo, demasiado viejo para la inocencia, corrompido por la duda, envenenado por la herejía.
Los caminos de Dios son inescrutables: en el vórtice de las contradicciones –duda y fe, esplendor y miseria, ritual y silencio– la Iglesia gira pero no cae, como esas cúpulas enormes que flotan sobre el crucero del templo, ingrávidas en el vacío del alma de un mundo que necesita pastores que perseveren solos en plazas vacías aunque nadie los escuche.
Paz en tu tumba, Jorge Mario.
* Cizaña: maleza espontánea. Gramínea de espigas terminales comprimidas. La harina de su semilla es venenosa. «Meter cizaña», sembrar odio.
