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El mercado de los snacks mueve billones de dólares al año y su producto estrella son las papas fritas. El primer truco papero es sencillo y geométrico: las hojuelas no caben en la boca y tenemos que morderlas sin juntar los labios, lo que permite que la crepitante onda sonora de alta frecuencia producida al quebrarse la hojuela escape de la boca y suba hasta los oídos viajando siempre en un medio elástico de alta definición, el aire. En este punto la hojuela ya cumplió su misión, crujir, y el consumidor alcanzó un microorgasmo gástrico de origen acústico. Si pudiéramos morder la hojuela con la boca cerrada, buena parte del sonido de alta frecuencia sería absorbida por los tejidos blandos de la boca y el resto llegaría al oído a través de los huesos, tejidos que no transmiten con fidelidad los registros crujientes ni las notas agudas porque vibran a frecuencias muy bajas.
La papa frita cruje, pero la física de su crunch difiere de la naturaleza de otros fritos u horneados crujientes, como el chicharrón, la tostada de plátano y las galletas, y se parece más a la física de los vegetales que producen chasquidos, como la naranja. Cuando se le mete el diente a una naranja estallan miles de cápsulas henchidas de agua que arrojan miles de chorros microscópicos a más de 150 km/h. El coro argentino de estos chorritos es el responsable del característico chasquido de la manzana, la pera, la fresa, la uva o el apio.
Grabado a fuego en la memoria acústica de la especie, el chasquido es una antiquísima señal de garantía de la frescura de los vegetales.
En el caso de la papa frita, las cápsulas están llenas de aire y su crunch es el resultado de la explosión de muchas cápsulas, las burbujas que se producen al fritar las delgadas rodajas de papa.
Y el aire es barato. Abre el señor industrial las puertas de su fábrica y entra, fresco y gratuito, el 87 % de su materia prima. En la sartén, el aire queda encapsulado en películas de pulpa de papa, mucha sal y un poco de almidón natural, como el utilizado para endurecer los cuellos de las camisas, con el fin de dotar las hojuelas de una rigidez que refuerza su crujido de manera sicológica, no real, como veremos ahora.
El inconveniente del almidón es que pone tan quebradizas las hojuelas que pueden llegar convertidas en harina a los puestos de venta. La solución consiste en bañarlas en grasa reciclada, desecho de otras frituras. Entre el 40 y 60 % del peso de una papa frita es grasa «enriquecida» con sabores fuertes (sal, limón, ají, pimienta o tomate). La grasa aporta consistencia y peso a un producto que es demasiado liviano, y sella las porosas capas de papa y almidón para evitar que escape del aire de las burbujas.
Contra toda lógica, no es la ruptura de las paredes de las burbujas lo que más cruje –se quiebran casi en silencio, como en una cámara lenta y muda– sino la violenta salida del aire que contienen. Esa «música» que excita a los comepapas «es la suma de cientos de microexplosiones de granadas de papa, almidón, aire y grasa que producen ondas cónicas de presión aérea». (David Bodanis, Los secretos de una casa).
Finalmente, estas hojuelas apenas reales, brisa salada, son empacadas en un celofán tan ruidoso como ellas y decorado con colores calientes que nos persuaden subliminalmente de que esos fósiles están recién salidos del sartén. Las bolsas son selladas en caliente con prensas acanaladas para que resulten herméticas, abrirlas sea difícil, el papel cruja, las glándulas salivares segreguen copiosamente, la ansiedad crezca, las papilas se exciten y todo esté a punto para la aparición de la frívola, vacía y esbelta estrella de la reina del aire: la papa frita.
