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La escuela es hija de la democracia. Antes del nacimiento de las democracias occidentales como hoy las conocemos muy pocos iban a la escuela. Apenas si existían. Los ricos se educaban con tutores particulares y en su casa. Y los pocos que asistían a la escuela duraban unos años y desertaban. Fue el desarrollo industrial del mundo el que empezó a masificar la escuela. Si el desarrollo popular del poder era una de las promesas de la democracia, todo el mundo tenía que prepararse para ese noble propósito. Para formarse políticamente en el más amplio de los sentidos. De eso hace dos siglos.
Mirada desde una perspectiva histórica, la escuela es todavía un niño. No tanto como la democracia, pero casi. Y el modelo sobre el que se fundó la escuela y que sigue siendo más o menos el mismo modelo de hoy, es el modelo de enseñanza-aprendizaje. A la escuela se va a aprender, porque hay alguien que te va a enseñar. Y sí. En la escuela te enseñan muchas cosas.
Este pequeño comienzo me sirve para introducir una experiencia que, hace muchos años en un foro sobre modelos educativos, nos presentó un maestro. Cuando le llegó su turno el hombre, muy circunspecto, dijo que él llevaba meses y meses enseñándole a hablar a su perro. Fue tan sincera su palabra que disipamos la sensación de que nos estaba tomando el pelo. Lo cierto es que había captado la atención de todos. Cuál no sería la sorpresa cuando, sin mediar palabra, se levantó de su puesto y se perdió por un momento detrás del escenario. Al ratico volvió con un perrito criollo adorable que no entendía por qué su dueño lo había traído.
Aquí está mi alumno dijo orgulloso, y le pidió al perro que dijera algo. Por supuesto, el perro más asustado que otra cosa y con ganas de irse no dijo nada. Se volvió a levantar y lo dejó detrás del escenario. Cuando regresó y se sentó en su puesto, tomó el micrófono y nos explicó: yo les dije que le había enseñado a hablar no que había aprendido.
La conclusión no podía ser más interesante con independencia del audaz medio para conseguirlo. Entender la enseñanza divorciada del aprendizaje es tanto como seguir creyendo que el niño no sabe, que la inteligencia es un depósito vacío que el maestro va llenando, y lo peor de todo, que la teoría y la práctica son dos universos desconocidos el uno del otro, y todos los estudiantes son iguales, pues si alguno no sabe, ninguno sabe. Todos los dispositivos con los que la escuela cuenta, desde los más elementales como la disposición de los pupitres, hasta los más complejos como el diseño de los programas, la propia organización escolar, o los contenidos de las asignaturas, ponen en entredicho la diversidad que conforma la institución escolar y acaba, no nos digamos mentiras, homogenizándola.
Y no solo eso. El profesor sigue siendo el garante de la verdad y funda su rol en asimetrías de base muy acendradas e incuestionables. Persisten profesores, por ejemplo, que exigen leer, pero no leen. Suele pasar. Persisten profesores que creen que saber matemáticas o historia o música o física basta para poderlas enseñar. Y claramente no. Aunque las cosas se han ido transformando para dar paso a modelos más dialogantes y horizontales y en definitiva más coherentes y colectivos, es acucioso preguntarnos por qué los jóvenes desertan o van a la escuela en contra de su voluntad. Como hace siglos. Y sé que es difícil encontrar escuelas que les permitan a sus maestros ir descubriéndose como maestros, porque suelen ser tan rígidas que solo hay una forma de desempeñarse como maestro. Y el sector, en aras de defender el empleo, no se anima a subvertir un poco el sistema.
Lo otro es seguir pensando que el perrito algún día hablará.

Por Juan Carlos Bayona Vargas
