Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La tierra que las mujeres campesinas del Afropacífico cosechan consiste en las bolitas de excremento que las hormigas arrieras sacan de sus colonias para mantenerlas impecables. Ayudadas por niños y niñas, las madres las recogen y las llevan para verterlas en “zoteas” que hacen de canoas que ya no navegan y que encaraman sobre plataformas que levantan junto a sus cocinas. La fertilidad de esas peloticas ya impulsa zoteas urbanas como la que doña Hipólita le mostró a mi respetado exalumno Andrés Meza en el barrio del Divino Niño de Quibdó. Incluye orégano, doradilla, pacunda, bledo, garrapata, amaranto, beringuera, cilantro y las albahacas morada y blanca, entre otros aliños y plantas medicinales, como amanzajusticia, amanzaguapos, amanzatoros, poleo, llantén, sanalotodo y oroazul, para las aromáticas que curan la gripa. Las anteriores, además de los cocos germinados para enterrarlos con las placentas de los recién nacidos y, de esa manera, hermanarlos con las plantas, árboles y animales del territorio comunitario. Reitero que, mediante ese rito de ombligada, las comunidades negras integran gente y naturaleza. Alcanzan aquello que el antropólogo Gregory Bateson (1904-1980) denominó la “unidad sagrada”***. A la profanación de ese nexo, él le atribuyó lo que en su tiempo no alcanzó a llamarse “policrisis”, incluyendo la ruina ecosistémica, la debacle climática y la proliferación del cáncer, entre otros males humanos.
A los hombres también les ha incumbido cosechar ese abono excepcional. Han constatado que es tal su potencia que —junto con la hojarasca que las mujeres recolectan a la orilla de ríos y quebradas— es muy valorado en los mercados de Quibdó e Istmina. Los altos precios dependen de una escasez que ocasionan los venenos que industrializan la producción de coca y palma aceitera. Perjudican tanto a las arrieras como a los osos, las ranas y lagartijas, que han contribuido a que esos insectos no lleguen a ser plagas. Frente a esta crisis, tratan de que las hormigas permanezcan dentro de aquellos espacios que, en el Baudó, llaman montes biches, es decir, las tierras que los agricultores dejan descansar después de que han dado hasta cuatro cosechas. Esos suelos pronto recuperan su potencia gracias a la pudrición de hojas y palos y a que la tala original deja en pie árboles grandes que mantienen la vitalidad de los suelos.
A las arrieras no les apetece todo lo que se da en esos espacios, pero, en caso de que se propaguen —por ejemplo— en los yucales, no las exterminan. A Meza, el campesino José Rentería le habló de cómo llevaba “un arrieral de otro terreno a… donde quiero sacar las hormigas. Lo que ahí ocurre es un enfrentamiento [territorial…] y el terreno queda despejado”. Otra opción consiste en escarbar el montículo de pepitas rojas, identificar a la reina y llevársela para otra franja de monte, donde establezca una nueva colonia. Innegables los dolores que las mandíbulas y aguijones de las obreras y soldados les pueden propiciar a quien haga la exploración y el traslado. Sin embargo, las médicas raiceras identifican qué raíces, tallos y hojas deben macerar dentro de una medida de viche**** para elaborar la respectiva botella rezada o balsámica, antídoto del ácido fórmico y curativa de las heridas.
Esta creatividad merece la atención de quienes consideran que el futuro del planeta depende de lo que Alejandro Reyes Posada insiste en llamar suelos vivos, no solo por los animales que albergan, como los ya mencionados, colibríes y mariposas, sino por las bacterias, microorganismos y hongos que hospedan. Son responsables tanto del transporte de azúcares y otros nutrientes como de la comunicación entre los árboles, de las cuales —como se ha demostrado— dependen señales de alerta y defensa. Como lo hace Meza, también escribo con la esperanza de que el experimento que, hoy por hoy, realiza el campesinado negro del Pacífico llegue a ser objeto de políticas nacionales e internacionales de salvaguardia y propagación. Garantizarán la persistencia de nuestras unidades sagradas.
*Columna basada en la ponencia que el antropólogo Carlos Andrés Meza Ramírez tituló “Mantenimiento, trabajo y cuidado de la tierra de hormiguero en el medio Atrato chocoano”.
**Jaime Arocha Rodríguez, autor de esta columna, es doctor en antropología cultural y miembro fundador del Grupo de Estudios Afrocolombianos de la Universidad Nacional.
***Bateson, Gregory. (2006). Una unidad sagrada. Barcelona: Gedisa editorial.
****Ron destilado en alambiques artesanales y declarado patrimonio cultural de la nación.
