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Quizá uno de los más prodigiosos inventos de Occidente, el que en buena parte explica su éxito cultural, científico y económico en todo el mundo, es la Universidad. Sus más remotos orígenes están en la Escuela Pitagórica y en el método dialéctico practicado por Sócrates por calles, plazas y mercados: el diálogo, la argumentación racional desarrollada mediante preguntas y respuestas. Sócrates no escribió, pero su discípulo Platón se encargó de transcribir lo que se discutía en esos diálogos. Platón tuvo ya escuela, la Academia, y su discípulo, Aristóteles, fundó el Liceo y recogió de Sócrates la discusión al aire libre mientras se camina, la escuela peripatética. Sócrates fue una de las primeras víctimas célebres de la libertad de expresión y de pensamiento. Acusado de corromper a los jóvenes por hacerlos dudar de la autoridad, de las leyes e incluso de los dioses, fue condenado a muerte. Tuvo la opción de huir de la prisión e irse al exilio, pero prefirió beber mansa y tranquilamente la cicuta.
La vieja idea griega de fundar lugares en los que se pudiera hablar de lo divino y de lo humano, de mitos y de ciencia, de religiones, de matemáticas y de medicina, de física y metafísica, volvió a florecer a finales del Medioevo. Bolonia, Oxford, París, Salamanca, Coimbra, Heidelberg fueron brotando aquí y allá por Europa, como una sana epidemia de conocimiento. En Santo Domingo, México y Perú surgieron ya a mediados del siglo XVI (1538, 1540, 1541) las primeras universidades americanas. La primera de Norteamérica, Harvard, llegó un siglo después, en 1636. En toda su historia, las relaciones de las universidades con la autoridad estatal o religiosa no fueron fáciles, pero una vez impuestas las ideas de la Ilustración, el abuso de un gobierno que interviniera y censurara a la universidad parecía superada para siempre, al menos en los regímenes que se dicen democráticos.
Lo que se está viviendo en Estados Unidos por la persecución del régimen de Trump a las universidades públicas y privadas de su país es una clara manifestación reaccionaria que, bajo la falsa bandera de la libertad, lo que hace es coartarla. Las amenazas y las órdenes ejecutivas por las que se castiga a las universidades que no se acojan a las directrices ideológicas del presidente son una clara señal del más escabroso totalitarismo de clara estirpe fascista. Ya en un discurso de noviembre de 2021 el entonces senador y ahora vicepresidente de Estados Unidos declaraba que “las universidades son el enemigo”. Basado en ejemplos ridículos y totalmente marginales de lo que investigan, descubren y hacen las grandes universidades norteamericanas, Vance lanzaba entonces un ataque irracional y reaccionario contra la independencia de la Universidad como institución abierta al libre debate de argumentos y teorías, que en cambio debía ser intervenida para restaurar lo que Trump y Vance consideran que son la verdad y la pureza ideológicas.
Según un célebre profesor de Harvard, Steven Pinker, que no niega la existencia de cátedras y teorías realmente tontas dentro de las miles de materias que se enseñan en su propia universidad, la persecución que ha emprendido el gobierno Trump contra Harvard y otras universidades estadounidenses, si tiene éxito y no es detenido por un sistema judicial que todavía goza de cierta independencia, llevará a una parálisis de las instituciones que generan conocimientos y esto será “un error trágico y un crimen contra las generaciones futuras”.
Con el pretexto de limpiar las facultades de toda enseñanza que el gobierno considere “antiamericana” o “antisemita”, lo que se quiere es definir lo que se puede o no se puede debatir. En realidad, es mucho menos antisemita la discusión de si generar la hambruna y la muerte generalizadas en Gaza constituye o no un genocidio, que acoger en el seno del mismo gobierno Trump a personas que defienden y aplauden a Hitler, hacen el saludo nazi y niegan el Holocausto judío.
