
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El infierno, decía Borges citando a un famoso místico, “es un mundo de conspiraciones, de personas que se odian, que se juntan para atacar a otro”. Pero ahí, decía, “los réprobos se sienten felices a su modo, es decir, están llenos de odio y no es posible que haya un buen gobernante en ese reino; constantemente están conspirando unos contra otros, es un mundo de baja política, de conspiración. Eso es el infierno”. Leo esta descripción y me parece que Borges nos describe el mundo en el que vamos cayendo: en Colombia, que no importa un pito (pero es lo que a nosotros nos importa), pero sobre todo en Estados Unidos, en Israel, en Rusia, en las partes más potentes de una tierra y una época que parecen enloquecidas.
Los que mandan allá, nos informa la prensa, se drogan y deliran. Contratan prostitutas, abren casinos, se fascinan bautizando con X a sus redes, sus cohetes y también a sus hijos; se inventan por capricho impuestos vengativos contra quienes los contradicen, atacan a las universidades, las censuran, e intentan expulsar a las mentes más claras de los otros países, sobre todo si tienen la piel oscura. Sus secuaces, además, con una exaltación malévola por el alboroto, echando mano de odios y resentimiento, los azuzan desde la gritería y, tras la barrera de las redes sociales, fustigan al gallo de pelea por el que han apostado, el que más plata va a darles si gana, el que más sangre lleve en las espuelas.
Es un juego sin reglas, deciden la imposición y los aullidos. En la sopa de intereses económicos enfrentados, en el desfile narcisista de los egos que se inflan y se inflan hasta que estallan en llamas de ira, la calumnia, la maldad y los rencores gratuitos afilan los colmillos. Los viejos aliados pasan del abrazo melifluo a pegarse mordiscos.
Por aquí se degüellan la canciller ladina con el otro ministro que se confiesa adicto; el excanciller experto en pasaportes escribe a su exjefe epístolas detalladas de sus desmanes; al mismo jefe a quien veneraba y hacía genuflexiones cuando ya sabía perfectamente lo que hacía. El presidente le tira a la yugular a su escudero y guionista. En el norte el más delirante y el más rico, que no puede vivir sin dosis crónicas de ketamina, un día lleva a uno de sus X en hombros al despacho oval y un mes después denuncia que su jefe era asiduo de las bacanales de Epstein con muchachitas. Destruye en un santiamén todo lo que USAID hacía por la paz, por la salud, contra el racismo, contra el cambio climático, y en seguida se larga gritando que su jefe está loco y es perverso. ¿Estoy leyendo una saga más, actualizada, de la decadencia y caída del Imperio Romano? Aquí y allá.
¿Calígula, en algún desvarío de su mente errática, nombrará a su caballo de ministro? Por ahora ha encumbrado en el monte más alto, el de una justicia que en Colombia no existe, para preservar el orden constitucional que está gravemente amenazado por una ruptura autoritaria, al más alegre de los abogados contratado por miles de millones para redactar cartas de insultos contra los más dignos, fuera de memoriales repletos de leguleyadas y mentiras.
Los países grandes y poderosos, cuando caen en manos de autócratas arbitrarios, autorizan a los más débiles a imitarlos por el mismo camino. ¿Qué es lo que hay que hacer? Lo que me dé la gana, y punto. No lo que digan las leyes, los pactos, los acuerdos, sino lo que griten las redes y los falsos cabildos (cerrados, contratados), después de preguntarles si quieren a los verdugos y sicarios de la oposición o a los mesías puros, buenos y salvadores del gobierno.
No, lo que pasa en el norte no es solo la extrema derecha ni lo que pasa aquí la extrema izquierda. Lo que hay es una peste, un estilo contagioso que se propaga como una pandemia: el autoritarismo arbitrario, abusivo, populista, violento, contra los principios políticos menos malos que aún subsisten en el mundo: la ilustración, la democracia, la libertad de pensar y discutir, la igualdad de derechos en la diferencia.
