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Por estos tiempos se ha desatado una epidemia de ceguera selectiva; sus primeros síntomas son la aparición de un velo viscoso que cubre los ojos y poco a poco sumerge al paciente en un letargo de oscuridad y escepticismo.
Cabe entonces recordar que hundirse en el pantano es una opción, mas no una obligación; y es conveniente identificar las señales de humo blanco que aparecen en medio de las adversidades: las buenas noticias son un eslabón menos en las cadenas que nos atan al desconsuelo.
Estas semanas la mesa que adelanta diálogos de paz entre el gobierno y la Coordinadora Nacional Ejército Bolivariano (CNEB) logró acuerdos que quizá no llenan de entusiasmo a los teóricos de oficio, pero sí les cambian la vida a cientos de campesinos que llevan años recorriendo surcos de miedo, pobreza y clandestinidad; niños, hombres y mujeres que han cruzado las fronteras invisibles levantadas por desplazamientos y francotiradores, y se juegan la piel entre billares, persecuciones y cementerios. El fracaso de la política, el silencio de la inteligencia y la ausencia de empatía convirtieron en enemigos a los hermanos de sangre y origen.
Cada acuerdo que se pacta con un grupo armado, cada fusil que deja de circular, cada hectárea sembrada de caña donde antes brillaba el verde sangre de la coca es un triunfo de la paz. En el 4º y 5º ciclo de las conversaciones entre el gobierno y la CNEB, se acordaron cosas que el país debería celebrar. Pero las noticias, los chats y los cocteles están muy ocupados vendiendo boletas para la gran debacle nacional. Sembrar el caos es más taquillero que arar con esperanza el espíritu de la sociedad, y por eso agradezco a quienes han elevado su voz y sus columnas para contarlo. En la mesa que les menciono se pactó la sustitución de 30.000 hectáreas de coca; la vinculación -sin armas- de 120 combatientes que dejarán la guerra para vivir en zonas de capacitación integral y ubicación temporal en Nariño y Putumayo; el compromiso de no reclutar menores de 18 años y no utilizar minas antipersonas; la participación en acciones conjuntas de desminado humanitario; y la entrega (supervisada por el Estado y la comunidad internacional) de una importante cantidad de material de guerra.
Eso, en buen romance, traduce menos muertos en nuestros campos, menos huidas a medianoche y más arraigo a las economías lícitas; más abuelas en bautizos que en velorios, más jóvenes en la universidad y menos en los cristalizaderos. Más niños empuñando lápices, no armas.
La paz no ha fracasado, y desde las comunidades y a ambos lados del conflicto, cada vez son más las voces que nos dicen -decimos, decidimos- no levantarnos de las mesas. No lamento contradecir a quienes insisten en dar por muerta a la paz total: aquí seguimos; claudicar es un verbo incompatible con el mandato de ponerle punto final a la violencia.
El desafío que medirá el aceite de instituciones y funcionarios será la capacidad de respuesta del Estado a los compromisos que genera la paz. La guerra ha sido nuestra más devastadora costumbre, la degradación del poder y la rebeldía, una compraventa de amenazas, plomo y conciencias. Lo disruptivo, lo patriota y revolucionario será cumplir lo acordado, y para ello necesitamos que el Estado -todo- acoja la bandera del comandante en jefe. Eso implicará, entre muchas cosas, cambiar estribillos y paradigmas; ya no se trata –por ejemplo– de “neutralizar bandidos” (frío y horrible eufemismo para no decir “matar guerrilleros”); se trata de construir y defender a-brazo partido una cultura de vida, reconciliación y confianza; y, en este punto y hora, lo único imposible sería desistir.
