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Hace poco una mujer intentó convencerme de lo deprimidos que deberíamos estar y lo parias que deberíamos sentirnos porque el Apocalipsis está cantado y es inevitable. Está claro que lamentarse es más tentador que construir, y culpar a otros exige menos esfuerzo y es más rentable para quienes aprendieron a flotar sin preocuparse por cuántos ahogados dejaron por el camino.
No sé cuál es el encanto de la agresividad, pero muchos se dejan seducir por ella. Cien cuadras al sur y tan solo dos días antes, un gobierno que se ubica en las antípodas de la señora en mención, dedicó parte de su tarima a descalificar, amenazar y hacer gala de unos símbolos que no se compaginan con la necesidad de encontrar modelos de convivencia basados en la cohesión, en la suma de visiones y fortalezas y en la multiplicación de los saberes, y no en la animadversión, en la resta de competencias y la división de la sociedad.
La incitación a odiar al contrario parecería ser algo que tienen en común quienes creen habitar polos opuestos, pero, en el fondo (¡qué pena!) se parecen entre sí mucho más de lo que ellos quisieran.
De poco sirve -en términos de evolución, desarrollo y armonía- volver flecos a cada contradictor que encontramos. Nada bueno queda de la provocación para eternizar egos y resentimientos; mientras más fracturas nos provoquemos los unos a los otros, más lenta y conflictiva será cualquier solución, y los más damnificados seguirán siendo las víctimas de siempre una, dos o tres generaciones antes o después.
Lo digo sin tapabocas: así como tuve que hacer un ejercicio de tolerancia frente a la señora de 24 kilates en las manos y dos capas de maquillaje en la cara, tampoco me seduce la espada desenvainada, ni ondear la bandera de violencias pasadas, presentes o futuras.
Me inspiran sí, como bien lo dijo Iván Cepeda en un trino reciente, el Papa Francisco y José Mujica con su “avanzar hacia una cultura del encuentro y no del descarte”. Me inspiran los campesinos que piden que el ejército no se interponga, justo cuando van a empezar un programa de sustitución de cultivos y la transformación de sus economías; me inspiran los combatientes que están dispuestos a no utilizar más las armas, porque están hastiados de la guerra y quieren ver crecer a sus hijos en paz. Me inspiran las comunidades que salen a los caminos suplicando que alguien pare el fuego cruzado porque no aguantan un desplazamiento más y una vida menos.
Algo parecido a la voz de la conciencia nos pide construir conductas de convergencia. Quienes ostentan el poder político y/o económico deben entender que estamos mamados de la agresividad, de la exclusión y la inequidad, y no nos resignamos a vivir en un ring de boxeo. Frente a los micrófonos los poderosos escalan su irascibilidad sin calcular el efecto devastador de fomentar una sociedad incapaz de desprenderse de odios y paradigmas trasnochados; y mientras tanto, caseríos y veredas siguen siendo víctimas de armas legales e ilegales, “made in USA” o donde sea, hechas para que los hermanos se maten entre sí, vestidos con el camuflado de turno y la insignia que transitoriamente más les convenga.
No creo en las pasarelas para hacer show de la aniquilación verbal, moral o física del que piensa distinto. Creo en el trabajo sin aspavientos, en la riqueza que genera empleo y el empleo que se ejerce con dignidad. Creo que la mano tendida logra más que la mano armada, y que se puede ser firme sin dejar de ser justo. Creo en los ojos abiertos y no en las vendas de los fanatismos. Y creo que seremos capaces de salir adelante, porque nada -excepto nosotros mismos- nos lo podría impedir.
