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En 1993, el Banco Mundial publicó su informe The East Asian Miracle, que tuvo gran repercusión en muchos países incluido el nuestro. Para quienes habíamos trajinado más de dos décadas haciendo seguimiento a lo sucedido en Asia después de la Segunda Guerra, no hubo mayor sorpresa. Pero para quienes habían mantenido distancia o eran escépticos frente a este nuevo mundo que al fin era reconocido, fue estimulante en la medida en que nos abrió esperanzas de un mejor futuro.
Antes de esta publicación, y aunque el Pacific Economic Cooperation Council –PECC– se había creado en 1980, lo asiático llamaba poco la atención por estas latitudes. Ahora bien, como este es un país de paradojas, la propuesta de que Colombia mirara hacia el occidente y se abriera al Pacífico no provino del Valle del Cauca, que hubiera sido lo esperable. El impulso, el entusiasmo y la estrategia provinieron del departamento de Caldas, en cabeza de Luis Prieto Ocampo. Esto ocurrió durante el gobierno Barco. Fue entonces cuando se iniciaron las negociaciones para ser itidos en esa organización, esfuerzos que culminaron en 1994, cuando nos aceptaron.
Lo anterior coincidió con la creación de la APEC (Asia Pacific Economic Cooperation) en 1989, que nos llevó a adelantar un proceso paralelo. El tema pasó por un buen momento. Era noticia. Era foco de la academia, de la diplomacia y de la política. Pero no corrió la misma suerte entre la clase empresarial. El objetivo de APEC era crear una zona de libre comercio basada en las decisiones autónomas y no vinculantes de los participantes. Cada uno debía ofrecer la forma y el grado de apertura que ponía a disposición de todos los integrantes, lo cual es más fácil de ejecutar en Asia que aquí. La conclusión a la que se llegó fue que debíamos esperar a ver qué nos ofrecían y no a proponer. El resultado fue una pérdida de tiempo crucial que dejó en el aire el último intento de vinculación, a lo que se sumaron los efectos internacionales del Proceso 8.000; nos aislaron del escenario.
Menciono estos dos casos para auspiciar una reflexión sobre los argumentos que en aquellos tiempos nos cerraron puertas, y los más recientes, ahora que se habla de la vinculación de Colombia a la Franja y la Ruta de los chinos. Dos son particularmente difíciles de digerir. El primero, el descalificar cualquier negociación o trato con países “pecadores” según nuestro “criterio” (pregunto: ¿quién se salvaría?) Y el segundo, el poner en la picota las balanzas comerciales. Esto último me ha recordado el texto de la denuncia del Tratado de amistad, comercio y navegación suscrito entre nuestro gobierno y Japón en 1908.
Corrían las primeras semanas del primer gobierno de López Pumarejo, cuando el canciller Roberto Urdaneta, el 30 de octubre de 1934, denunció el tratado con los japoneses. Sus argumentos: “Las estadísticas en los primeros ocho meses de este año muestran un aumento muy cuantioso de las ventas del Japón a Colombia, que se están sosteniendo en un promedio de más de $ 300.000 mensuales, y pueden alcanzar para 1934 un total de $ 4.000.000. En cambio, las ventas de Colombia no han dejado de ser insignificantes, como en años anteriores, y la salida de oro que representa la cuantiosa importación japonesa no tiene así el contrapeso de cambios internacionales provenientes del consumo de nuestros productos, por parte de Japón”.
Insinuaba Urdaneta, eso sí, que si los japoneses desarrollaran productos que interesaran a los consumidores de ese país, estaríamos dispuestos a colaborar en la construcción de tales exportaciones. De este círculo, que en varias ocasiones he denominado el “síndrome Urdaneta”, no hemos logrado salir.
Zhu Jingyang, embajador de China en Colombia, en reciente entrevista nos describió como un sociedad conservadora y tímida, conforme con el statu quo. Pienso que, si hemos de promover el debate, podríamos empezar por esto.
