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Ayer me encontré con una frase de Enrique Vila Matas en su novela “El mal de Montano” en la que el narrador decía: “Me angustia pensar que mi destino sea acabar convirtiéndome en un diccionario ambulante de citas”. Aquella cita me dejó pensando en otras citas, en decenas de citas y frases de canciones que olvidé o que reemplacé sin darme mucha cuenta siquiera, y recordé algunos momentos en los que las citas me desbordaron. Uno, en un cine y con una película que se llamaba “Antonia”, cuando un personaje vestido de negro salió de su cabaña-cueva y dijo: “El mundo es un infierno habitado por almas atormentadas y demonios”. Me la aprendí porque logré anotarla casi a ciegas en un papelito muy arrugado. Luego un amigo me dijo que era de un filósofo de comienzos del siglo XIX, Arthur Schopenhauer, y me regaló una de sus obras, “El amor, las mujeres y la muerte”.
Allí, entre tantas otras cosas, empecé a comprender que muchos de los grandes personajes, filósofos y escritores, políticos, sobre todo políticos, doctores, militares, artistas frailes y caballeros, no eran más que eso, personajes, “bajo cuyos disfraces se ocultan la mayoría de las veces buscadores de dinero”, como los definió Schopenhauer, y allí empecé a darme cuenta de que los amigos se decían y decían que eran sinceros, pero la más sincera de las sinceridades solía provenir de los enemigos, a quienes terminábamos echando de menos si por una u otra razón desaparecían. Schopenhauer era la fuerza de la más brutal honestidad. Ni máscaras ni palabras empalagosas ni convenientes halagos. Pasó a la historia como uno de los grandes pesimistas de su tiempo, aunque en realidad, todas y cada una de sus frases estuvieron atravesadas por la sensatez.
Para él, los perros eran la vida, su vida. “Si no hubiera perros, no querría vivir”, escribió alguna vez. En otra ocasión afirmó que si alguien tenía un valor real ante nuestros ojos era necesario ocultárselo, como si fuera un crimen. “Apenas si los perros soportan la gran amistad”, concluyó. Todos los días, en las mañanas y en las tardes, salía a pasear con su perrita poodle, a la que bautizó como “Atma”, alma, en sánscrito. En reiteradas ocasiones se preguntaba si los animales podían sufrir, y de su sufrimiento, no de que hablaran o pensaran, rezaran o cantaran, dedujo que deberían poseer un estatus moral y luchó hasta su muerte por ello. Los humanos no debían verlos como cosas para su satisfacción, sino como parte esencial de la naturaleza, y por lo tanto, de la vida. “El mundo no es una obra de arte y los animales no son un producto fabricado para nuestro uso”.

Por Fernando Araújo Vélez
