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Antes del concilio de Elvira, en la entonces Granada de la Hispania Bética, año trescientos y tantos después de Cristo, el incesto, las uniones por conveniencia, el nepotismo, los nombramientos a dedo, la poligamia y el poder de ciertas familias dentro de una sociedad compuesta de tribus, castas y clanes, eran la norma. “Las relaciones de parentesco dominaban la vida entera del individuo, cuyo domicilio, cónyuge, profesión y trayectoria vital estaban determinadas por su papel social en las redes sociales creadas”, como lo escribió Hanno Sauer en su libro “La invención del bien y del mal”. La familia era el centro y definía lo bueno y lo malo y lo que había que hacer y cómo se debía hacer y quién lo tenía que hacer. Para recordar a los Buendía de “Cien años de soledad”, cada niño que nacía cargaba con la maldición de la cola de cerdo.
En Elvira, Iliberri, unos cuantos sacerdotes de distintos grados y 19 obispos redactaron uno de los más antiguos textos de la Iglesia católica y transformaron para siempre las estructuras sociales y la moral de la sociedad, e incluso de la misma Iglesia, pues allí dejaron plasmado el obligado celibato de los clérigos. Entre otros asuntos, prohibieron los matrimonios entre parientes consanguíneos hasta un sexto grado, y exigieron que los recién casados fueran a vivir a su propio domicilio y que titularan individualmente sus propiedades, así como sus posibles herencias, por vía de un testamento personal. Firmaron, y con sus firmas y de un plumazo empezaron a formar a una nueva sociedad en unas tierras que luego se llamarían Europa. Con ellos y por ellos, se inició un largo recorrido de más de mil años que llevó al surgimiento de “las personas más raras del mundo”, como las denominó en un libro y cinco años atrás el sociólogo Joseph Henrich.
Esas “personas raras” que pensaban en el otro porque el bien de los demás sería su propio bien, que tenían paciencia, y que valoraban a los vecinos y a los no tan vecinos por sus logros y virtudes, no por sus relaciones de sangre, fueron surgiendo de las conclusiones que plasmaron las actas del concilio de Elvira. Aquel fue el origen de una “moral universalista”, en palabras de Sauer, que hizo posible un pensamiento analítico, no fantasioso, en el que importaban más los resultados de una investigación que los intereses personales y familiares de los investigadores. Con el correr del tiempo, aquellos principios de moral derivaron en una apertura hacia el otro, los otros, y en una profunda solidaridad con ellos, pues solo desde el cumplimiento de un acuerdo podía organizarse un grupo. Era la virtud por la virtud, no por una recompensa o por una aprobación, por un cargo o un premio, y era también la libertad de elegir a un alguien por sus cualidades, no por su apellido.
Muy poco a poco, y siglo tras siglo, “las personas más raras del mundo” abandonaron sus viejas costumbres de clan y tribu y crearon nuevas sociedades con una amplia gama de mercados y de inventos y estudios en las que imperaban el trabajo, las capacidades y una moral pactada por todos sus . Los viejos clanes siguieron viviendo con y de sus tradiciones, e ignoraron y siguieron ignorando las normas establecidas en el concilio de Elvira, y como en una novela sin fin, continuaron cargando con el peso de la maldición de la cola de cerdo.

Por Fernando Araújo Vélez
