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A los medios estadounidenses les fascina la metáfora de la guerra: la guerra fría, la guerra contra el terror, contra las drogas, la guerra comercial y, más recientemente, la guerra contra el conocimiento. Esta última comenzó con una disputa con Harvard por negarse a aplicar políticas discriminatorias impulsadas por Trump, y ha escalado hasta convertirse en un discurso contra todas las universidades. Varias de sus políticas se enfocan en recortar fondos para la educación superior, la investigación, la ciencia y la medicina. Sus discursos buscan deslegitimar el conocimiento, asociándolo con lo elitista, lo inútil y lo innecesario.
El origen, o mejor, la excusa, del conflicto es que la istración Trump busca ciudadanos obedientes a sus reglas y espera que las universidades contribuyan a formar ese tipo de individuos. Como Harvard, varias universidades se han resistido oficialmente, pero internamente ya ha comenzado un proceso de autocensura. Desde el inicio de la disputa, varios colegas —activos en redes sociales, críticos de Israel y solidarios con Palestina— han empezado a borrarse a sí mismos: cierran sus cuentas, dejan de publicar. Otros bajan la voz. Cuando mencionan a Trump, lo hacen en susurros, como señores de clase alta al hablar de sus empleados.
La profesora Ada Palmer, de la Universidad de Chicago, ha estudiado la historia de la censura. En una charla sobre el tema, argumenta que tendemos a pensarla solo en términos orwellianos: el Gran Hermano, la Inquisición, el censor malintencionado. Pero no siempre es así. Existe otra forma más difícil de identificar: una autocensura cautelosa. A veces nace de una intención protectora, de un sentido de crisis, miedo, patriotismo, incluso amor. Censuramos para proteger una reputación, como hizo la familia del poeta y soldado Wilfred Owen, al ocultar los pasajes que revelaban sus problemas de salud mental, por ejemplo. Censura es también lo que hacemos para protegernos y proteger a quienes queremos.
Ada Palmer identifica dos principios clave sobre la censura: gran parte ocurre mediante la reutilización de instituciones o políticas que no fueron creadas con ese fin, y toda herramienta de censura, una vez puesta en marcha, será eventualmente usada por otros, incluso por quienes piensan distinto. Esa ambigüedad la vuelve especialmente peligrosa. Muchos actos de censura no son organizados ni deliberados, sino respuestas improvisadas a crisis. En Estados Unidos, por ejemplo, la Autoridad de Código de los Cómics se creó para proteger a los niños de la violencia, pero terminó eliminando sistemáticamente representaciones positivas de personajes negros o LGBTI. Así, la censura es al mismo tiempo legal, tecnológica y cultural.
Todo esto muestra que los esfuerzos por coartar la libertad de expresión, por lo que se dice y piensa, como los impulsados por la istración Trump, son mucho más peligrosos y escurridizos que las armas. No actúan de frente, no apuntan a la cabeza, pero erosionan la arquitectura de confianza sobre la que se construye el conocimiento. Desde la invención de la imprenta, casi ningún intento de censura ha logrado erradicar por completo lo que buscaba eliminar. Galileo no fue totalmente silenciado, pero su condena sí tuvo efecto: asustó a Descartes, quien dejó de publicar un tratado recién terminado para hacerlo más ortodoxo, más católico. Como escribió Ada Palmer, los verdaderos censores rara vez buscan borrar una idea por completo; prefieren etiquetarla, vigilarla y controlar su , para así irla diluyendo y asfixiando. Esta no es una guerra de fuego, sino una guerra por el sentido: silenciosa, persistente, y capaz de desarticular la libertad desde adentro.
