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La cerveza fue el primer bioinsumo que se produjo en el encuentro de las levaduras y los granos de cereal que los humanos trataban de almacenar para épocas de escasez, pero eran presa de la avidez microbiana, la inexorable descomposición que rige la circularidad de lo orgánico. Los humanos se beneficiaron como nunca de la simbiosis y, desde que el mundo es mundo, hay cerveza. En el mundo ecuatorial también hay guarapo y chicha, de piña, de maíz, de chontaduro, es cierto, pero la pola se globalizó con el encuentro de los mundos, y por eso bebemos cerveza al clima en Chíquiza o en Hyderabad con la misma pasión.
El ingrediente fundamental de la pola, aparte del grano y el bicho, es el agua, que sola se descompone mal en los barriles donde van a orinar las ratas, y bien donde los borrachos la guardan. Bebida nutritiva y promotora de jolgorios, hoy en día más nacional y popular que cualquier otra, con lo cual evoluciona, en otra vuelta a la tuerca adaptativa, convirtiéndose en vehículo de conservación ecosistémica. Porque en cada botella hay un centavito que todas estamos dispuestas a dar para que florezca el páramo es que la cerveza se ha venido convirtiendo en la forma más grata de proteger una diversidad de la cual no podemos dar cuenta desde la mesa donde bebemos, pero que resuena como algo fundamental para conservar el goce. ¿O alguien podría defender con conocimiento de causa la importancia de la culebrita labrancera, el murciélago de cola corta o el colibrí barbudito de páramo en la elaboración de la cerveza?
Las empresas productoras de cerveza, cada vez más globalizada, saben que el agua es clave, pero solo en Colombia, que viene con más que levaduras asociadas: hay cóndores, hay venados, hay pumas, amén de una biodiversidad que pocos conocen pero que, para que siga fluyendo la cerveza, estamos felices de proteger. Diez mil años de alianzas entre especies que nos abren un futuro sin fundamentalismos, donde los mismos habitantes del páramo reciben parte de los beneficios de la buena istración del ecosistema, que ahora incluye variables como la conectividad, la integridad y otras variables que permiten proteger el agua sin dejar de pastorear las vacas o las ovejas o sembrar la papa cotidiana. Nada hay en el paisaje que nos indique la imposibilidad de cultivar, beber, gozar, todo al tiempo.
Ojalá otras industrias se animaran a ensayar una ecuación más amable con el territorio y sus gentes, donde se conectan los colombianos de toda estirpe con la protección de la biodiversidad, por amor y amable conveniencia: cómo sería de grato hablar de paisajes cañeros sostenibles, donde el viche y el aguardiente tienen las alas iridizadas de las aves amenazadas, o de paisajes cafeteros restaurados gracias al reconocimiento de las contribuciones de las abejas nativas a su producción, o de paisajes campesinos, territorios agroalimentarios, desarrollos agroindustriales donde la comida se produce y se celebra porque los ciempiés y las arañas lo han hecho posible. ¡Cómo sería encontrar en cada bolsa de caramelos, en los paqueticos de platanitos, o incluso de sopa disecada, no un odioso sello que “previene” excesos, sino uno que premia el compromiso de los productores con la complejidad de la vida de las selvas, los cardonales o las ciénagas!
A tomar pola, con moderación, para celebrar la vida. Y a promover esas culturas, populares o corporativas, que reconocen en los bichos la fuente de su prosperidad.
