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Se debate en estos días la reforma normativa a la jurisdicción agraria, una dimensión fundamental para el abordaje y resolución de conflictos asociados con la tenencia y uso del suelo rural en Colombia. Muchos ambientalistas y agraristas han manifestado su preocupación por la eventual creación de una aplanadora que, en aras de la justa defensa del a la tierra, pase por encima de toda la normatividad y ordenamiento ecológico del país, incluida la correcta aplicación de los Acuerdos de Paz. Para la muestra un botón: la creación de los “territorios agroalimentarios”, interesante, no lo es tanto en Arauca, pues se propone ocupar el humedal del Lipa, un sitio insignia de la estructura ecológica de la región que viene siendo invadido hace años por los arroceros, esos fantasmas que se escudan en la seguridad alimentaria para arrasar, cuando no son más que especuladores de cosechas producidas ilegal y tóxicamente en áreas públicas.
La historia ambiental de Colombia está marcada por la devastación, históricamente inevitable, porque fue producto de la visión colonial de la producción que ensalzó el hacha y el fuego para derribar los bosques que habían crecido en los siglos 17 y 18 como resultado del colapso demográfico indígena, y por la desecación masiva de humedales para apropiarse de su fertilidad. Hoy la propuesta agrarista, que no ruralista, pone en peligro incluso el reconocimiento de resguardos y territorios colectivos afrocolombianos, arriesgando incendiar viejas polémicas con el campesinado o con las comunidades pescadoras en aras de una idea de equidad desprovista de criterios ecosistémicos: recordemos que Colombia lucha denodadamente contra la deforestación, la ocupación ilegal de cauces, la desecación y las especies invasoras como principales fuentes de pérdida de biodiversidad. Pareciera que ahora, con la buena intención de generar mejor distribución y uso de la tierra, se fuese a repetir la historia de la debacle ecológica caribeña y andina causada por la implantación de sistemas productivos insostenibles.
Lo agrario, que debería ser más forestal y acuícola que otra cosa en Colombia, no puede ser un ámbito desprovisto de consideraciones ecosistémicas, o ello nos precipitará aún más rápido en una trayectoria de insostenibilidad muy grave. El problema no es que la conservación parezca una preocupación burguesa de ambientalistas urbanos o animalistas despistados, sino que los ecosistemas silvestres hacen parte de la infraestructura de servicios de los que depende el mismo agro. De ahí que el papel de los campesinos no es sólo garantizar la soberanía alimentaria, sino la sostenibilidad profunda de los sistemas productivos que depende de la buena gestión de la biodiversidad que, dicho sea de paso, nunca ha sido un eje de preocupación del campesinado latinoamericano, obligado por el hambre, el desplazamiento forzado y la pobreza a la destrucción de sus propios recursos. Y que ha buscado diferenciarse, por muchas razones, de las formas de vida de los pueblos indígenas: solo algunos “linajes” de la ruralidad intentan habitar las selvas y los humedales con criterios ecológicos; el resto no encuentra más salida que el hacha, la motosierra, los agroquímicos y la vaca. Incluso el café, tan querido, aún tiene la tarea de ser “positivo para la naturaleza” si quiere sobrevivir a la crisis climática.
Ojalá se pronuncie en este debate el Ministerio de Ambiente, porque lo que está en juego es el Plan de Acción de Biodiversidad, recientemente aprobado con bombos y platillos en la COP16 de Cali. El conflicto agroambiental es el peor escenario para la sostenibilidad territorial y es totalmente innecesario a la luz de los avances de todas las ciencias.
