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Palabras de Felipe II al construir El Escorial. Monarca contradictorio: para muchos, un cuasi santo; para otros, la imagen negra de España.
Visitar El Escorial, a pocos kilómetros de Madrid, es una experiencia extraña. Felipe II, uno de los reyes con más poder —soberano en América, Holanda, Italia, Portugal, Alemania— logró convertir a España en la potencia más poderosa de su época, para luego sumirla en la pobreza extrema.
Mandó construir El Escorial, mitad convento, mitad palacio, como su lugar favorito para la caza, recostado en la sierra de Guadarrama. Una edificación gigantesca y lúgubre, y al mismo tiempo sede de sabiduría, ciencia, literatura y artes plásticas.
Obsesionado con la cultura, ambicioso pero prudente, cruel y frío amante de la Inquisición, siempre debatiéndose entre el fervor religioso y la lujuria. Algunos creyentes de la leyenda negra le adjudican, además de sus cuatro matrimonios, muchísimas amantes. Y aunque oficialmente murió de “gota”, su deceso se produjo por una enfermedad venérea, “por donde más pecado había”.
Anécdotas revelan que tenía pavor a bañarse, pues creía que “se le llenarían los poros de agua y se ahogaría”. Solo permitía que lo limpiaran con trapos húmedos de vez en cuando (cómo sería el olor). No comía sino carne de caza, y ni por asomo una fruta o verdura.
Fanático católico, los cuadros que visten esas enormes paredes y corredores infinitos son todos oscuros: figuras de santos llenos de culpa, las torturas de San Lorenzo en la parrilla, la decapitación de Santa Úrsula, la leyenda negra de las once mil vírgenes, San Jerónimo en su cueva con su calavera y su león.
Todo ese catolicismo de culpa y pecado está plasmado, y naturalmente hay una pintura gigante de María Magdalena llorando sus culpas, envejecida y regordeta. No hay un solo lienzo amable, a excepción de un fraile agustino levitando de alegría (no se sabe muy bien por qué). Una capilla muestra un Cristo con peluca de cabello humano (la cambian para lavarla y le ponen otra), con el torso desnudo y una faldita de terciopelo azul rebordeada de oro.
El “Pudridero”, en los subterráneos, donde dejaban los cadáveres pudrirse hasta momificarse para después colocarlos en urnas de mármol de Carrara ostentosas, produce cierto pavor, porque aún es el lugar destinado para monarcas y actuales de la realeza peninsular.
Los jardines de ensueño, con laberintos, no logran borrar del alma la huella fría de esa estructura gigantesca hecha de piedra caliza, rígida y oscura. Las habitaciones reales, pequeñas, con camitas como para llorar: estrechas, bajitas. Debían tener mucha imaginación Felipe II y sus sucesores para dar rienda suelta a la lujuria y al arrebato del apostolado horizontal.
P. D. Al visitar este monasterio y aprender algo sobre este monarca, recordé las palabras de un sacerdote irlandés al decirme por qué América Latina había heredado la parte más sombría del fanatismo católico, tan alejado del mensaje de Jesús.
