Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El miércoles pasado me di un lujo: no salir. Cancelar todo compromiso. Dedicarme a pasar el día con Feliza Bursztyn. Esa mujer única que solo la pluma, la dedicación y el amor de Juan Gabriel Vásquez podía rescatar del olvido y devolverle la vida.
Para los que tuvimos la fortuna de conocerla y para los que nunca tuvieron la oportunidad de escuchar sus carcajadas, aprender de su irreverencia, irar sus esculturas de chatarra -incomprensibles al comienzo pero que lograron su reconocimiento a nivel internacional como artista-, siempre a contracorriente, espontánea y fiel a sí misma, indoblegable, sarcástica, divertida y feroz, Feliza rompió esquemas en una sociedad pacata de un país manipulado por el Concordato y consagrado al Sagrado Corazón de Jesús… Libre como el viento... Frágil como un pájaro. Fuerte como un roble. Corazón de mantequilla y alma de acero, como sus esculturas.
Juan Gabriel se obsesiona. Recorre sus pasos para comprender su vida y esa muerte absurda a los cuarenta y nueve años, ”a ocho mil kilómetros de ese país nuestro que ella siempre quiso a pesar de haberlo padecido tanto”.
- “…Pero pronto me di cuenta de que entender a Feliza era una empresa difícil. Nada era sencillo cuando se trataba de ella. No era sencillo ni siquiera su nombre, que les enredaba la lengua a todos los que la conocieron… No fue sencillo ninguno de los hechos de su vida: ni los errores ni los aciertos fueron sencillos, ni tampoco los amores y los desamores; no fueron sencillos los fracasos ni lo fue el malentendido de sus éxitos…”.
La conocí en uno de los primeros Festivales de Arte de los años sesenta. Bajó las escalerillas del avión envuelta en plumas de avestruz que había teñido rosado Soacha, con sus zapatos de tacón altísimo, su sonrisa de mil dientes, su boquilla... Gran recepción en Alférez Real. Fotógrafos, curiosos, artistas, reporteros embobados, y ella al estilo Gran Gatsby. Esplendorosa. La Tertulia no había inaugurado su museo, pero Feliza ya era una leyenda.
Regresó a Cali y estuvo a punto de morir en un accidente automovilístico en el que falleció instantáneamente su gran amiga y otra grande en el arte, Beatriz Daza, precisamente en otra inauguración de un Festival. Su recuperación fue un milagro, pero la tragedia absurda marcó su vida.
Compré una de sus “chatarras” hechas con partes de una máquina de escribir. Mis ahorros y mi orgullo, hasta que un buen día desapareció de mi casa en Cali. Mi primer marido la había llevado a los deshechos del periódico El País y la tiró a la basura (al poco tiempo me separé).
En un vuelo Bogotá-Cartagena me senté a su lado. Yo vuelta un mar de lágrimas por un desengaño amoroso. Me miró con esa mirada de ella, única, y soltó una carcajada: “Merita, no llore. Los hombres son como los collares de perlas, para lucirlos, no para sufrir por ellos. Tomémonos un vodka”. Aterrizamos felices y cogimos un taxi. Ella con su marido Pablo Leyva, a su apartamento en Crespo y yo al Caribe a desentusarme.
La madrugada en que allanaron su Taller-casa, en su barrio de Corferias, yo estaba trabajando para un programa de televisión con Yolanda Villabona. Me llamó despavorida y llegamos a su casa. Se la habían llevado a las caballerizas de Usaquén, arrestada a mansalva, y destruyeron sus pertenencias. El tenebroso Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala (de esa época nefasta de Colombia poco se habla). Todo arrasado. Pablo mudo, sin palabras, sin comprender lo incomprensible. La acusaban de esconder las armas robadas por el M-19. Todo era kafkiano. Todavía tengo esas imágenes de su taller-casa en la memoria.
La retuvieron dos días, vendada. El olor, los relinchos y el piafar de los caballos le cambiaron la vida. Nada volvió a ser igual. La foto en El Dorado, despidiéndose de su amiga del alma Fanny Mickey para viajar a México es la viva imagen de la desolación…
Juan Gabriel nos la devuelve. Recorremos sus pasos, escuchamos su risa, esa vitalidad contagiosa. Y recorremos, repito, página a página su vida, llena de vida, sus pasiones, sus dolores y sus días finales hasta esa última cena en París, invitados por García Márquez y Mercedes Barcha, donde “murió de tristeza“.
En los pocos pero intensos e inolvidables momentos que compartimos, aprendí de ella que lo único que vale la pena es ser fiel a sí mismo, no permitir que nadie nos corte las alas, aprender a volar, a tener pasión por lo que hacemos, y perder el miedo a romper esquemas, porque si no lo hacemos traicionamos el alma.
Gracias, Juan Gabriel. Lograste, no solo entenderla, sino captarla en toda su dimensión. Sufrir con ella y rescatarla de la verdadera chatarra del olvido y el desamor. Los nombres de Feliza, un libro imperdible, que sacude el corazón, golpea sentimientos, cuestiona, rinde tributo a una de las artistas colombianas que elevó a una nueva dimensión el arte contemporáneo, dejando la vida en ello. Víctima de una conspiración matrera e injustificable, producto de la paranoia arrogante de un gobernante inepto, torpe y violento.
Nota de Prensa de García Márquez, 20 de enero de 1982: “La escultora colombiana Feliz Bursztyn, exiliada en Francia, se murió de tristeza a las 10:15 de la noche el pasado viernes 8 de enero, en un restaurante de París”. Y esa frase fue el detonante para que Juan Gabriel Vásquez iniciara este libro… “¿Por qué de tristeza?, le contesté a Pablo. Eso es lo que quiero saber. ¿Por qué estaba triste Feliza, y por qué lo estaba tanto quese murió de eso”. Gracias de nuevo, Juan Gabriel. ¡Qué libro!
