
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Cada vez son más frecuentes esos sonidos secos, lacónicos. Como irrumpen a horas en que no tienen rivales, se imponen con contundencia arrogante. Consiguen derrotar incluso los sueños, esos mundos donde la gente es otra gente. Son reemplazados por cábalas: tal vez son disparos, quizás entrenamientos marciales, de pronto acciones supremas dirigidas contra transeúntes trasnochados.
Antes no sucedían. Las gentes se iban a la cama seguros de tomar silla en el tren más estrambótico de la realidad. Ahora no, ahora quedan tiesos entre sábanas porque aquellos sonidos frenan en seco las películas más antiguas del mundo. Pasan de los sueños incontrolables a la realidad fatal de un país acribillado.
Lo extraño es que estamos hablando no de las zonas lejanas del conflicto, sino de las calles más a la mano del antiguo barrio capitalino de Chapinero. De día estos andenes son pacíficos, colindan con supermercados abiertos las 24 horas, con clubes sociales que ofrecen incluso piscina, con negros edificios que albergan a severos jueces de la paz.
Es cierto que estos vecindarios poblados horizontalmente se han ido llenando de restaurantes virtuales con cocinas acomodadas en contenedores que antiguamente cumplían un oficio más elegante entre mares. Con talleres automotores a cuyas cercanías florecen pequeños restaurantes cuyas mesas invaden las aceras. Con parqueaderos empedrados que aprovechan la demora de futuros constructores para sacar alguna ganancia.
Pero esta transformación urbana no es suficiente para explicar el porqué del sobresalto que llega a truncar el letargo nocturno de los veteranos habitantes. A la una o dos de la mañana, por lo general de fines de semana, comienza el tiroteo. Son impactos exactos que matan el sueño colectivo y no se sabe si además se llevan por delante vidas humanas.
No hay gritos ni llamados de auxilio ni lamentos moribundos. ¿Entonces quién jala el gatillo, cuál es su blanco, quieren robar, defenderse o matar? Los habitantes arrancados del sueño no se atreven a mirar por la ventana, mucho menos a bajar las cortinas. El mundo se cierra, convertido en un campo de ejecuciones.
Cuando la gente cree que ha cesado la balacera, nuevas percusiones parecen responder tardías a los tiros anteriores. Todo se vuelve imaginación. ¿Cuándo aparecerán las motos verdes de los uniformados con sus cascos poderosos? ¿Por qué al día siguiente no se observan rastros de sangre ni gente averiguando qué pasó?
De esta forma el conflicto armado se ha ido instalando en medio del descanso de un barrio tradicional de la capital. La guerra se vuelve asunto no solo de todos los días, sino ahora de todas las noches. Invade ya no los terrores diurnos de la población sino esa zona de evasión que son los sueños.
Y como esta invasión no tiene relato ni palabras, se convierte en mito. Primero transitó por las comarcas de la conciencia. Ahora se cuela por entre el vapor de esas escrituras arcaicas e indelebles que conforman nuestras más tercas seguridades.
