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El próximo 13 de junio, en menos de un mes, se cumplen dos años de la muerte del escritor norteamericano Cormac McCarthy. Tenía 90 años y una frente altísima que parecía crecer con cada paso de su vida legendaria. Era huraño con la prensa y la publicidad, su felicidad era el trabajo literario.
Nació en el estado de Rhode Island. Pasó su infancia en Knoxville, ciudad cercana a los montes Apalaches, de donde con seguridad extrajo la minucia de sus conocimientos sobre la naturaleza virgen. Esa es la importancia de su primera novela, El guardián del vergel, de 1965.
Así narra: “El sol ya estaba alto, todos los verdes de la mañana inyectados en luz, plancton sobre un mar de oro. Incluso la tardía primavera no había podido secar otra cosa que el polvo de la carretera, y el follaje que se proyectaba a ambos lados no había adoptado aún su capa estival de talco rojo. En la quietud de la mañana todos los sonidos eran claros y equidistantes: un perro ladrando en el valle, el silbido agudo de un halcón emplumado, un lagarto escabulléndose entre las hojas secas de la cuneta”.
En cada palabra reverbera la experiencia de su múltiple peregrinaje. Se dice que llevó vida de vagabundo. Construyó con sus manos una cabaña de madera para estar aislado. Incluso tuvo época de habitar en una torre donde se exploraba petróleo. Desplegó todos sus sentidos para apropiarse del mundo y convertirlo en palabra.
Su novela inicial parece un recuento detallado de su paso por la variedad primitiva: “Noche. Las quebradas de la montaña ululaban con voz de perro, un canto fúnebre en el aire ahora más fresco. Ardillas voladoras saltaban de árbol a árbol en liviano silencio por encima del viejo sentado en un leño de yesca, pisoteando inquieto con los pies el zumaque venenoso, pendiente de oír a Scout y Buster (los perros) allá abajo en la oscuridad del llano, un rápido chip chap cuando vadeaban como espectros el arroyo, crujir de ramas o rumor de hojas...”.
Pero en ocasiones intuye que sus lectores conocen la historia y entonces les suelta comparaciones sorprendentes: “Y la lluvia no cesaba, comiéndose los bordes de las carreteras, abriendo torrenteras en las colinas hasta volverlas rojas y lívidas como heridas abiertas. El arroyo iba muy crecido, un río de barro que rastreaba las madreselvas. Las estacas de las cercas desfilaban como soldados faraónicos perdiéndose de vista en la riada”.
El párrafo final de El guardián del vergel estremece por su carácter apocalíptico, acendrado desde tan temprano en el alma de su autor: “Se han ido ya. Huidos, proscritos en la muerte o el exilio, perdidos, arruinados. Sobre la tierra, sol y viento regresan todavía para quemar o mecer los árboles, los pastos. Ningún avatar, ningún vástago, ningún vestigio queda de estas personas. En boca de la extraña raza que allí mora son ahora mito, leyenda, polvo”.
Para McCarthy, mientras la naturaleza persiste, la humanidad es apenas un parpadeo. He aquí la grandeza de este escritor.
