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Cuando ya son adultos, los hijos y en especial las hijas son implacables estandartes del futuro. En ellos el tiempo se condensa hacia adelante e irrumpe con estrépito sobre la trajinada sicología de los padres. Gracias a su ímpetu se van desmoronando las certezas y seguridades que acumularon los mayores durante toda una vida.
En estas fechas de mayo y junio, cuando se celebran los avinagrados días de la madre y el padre, es bueno que los adultos aterricen y sean conscientes de sus prestigios de humo. Antes de todo, hay que aclarar que la dureza con que se manifiestan los recién crecidos no es muestra de desamor ni de rechazo hacia los progenitores. Es simplemente la fuerza que les otorga la evolución de la especie para hacerse escuchar y lograr la independencia frente a sus antecesores. Sienten que deben gritar porque el tono normal de sus voces no logra conmover el caparazón de la generación que ya está de despedida.
Estos jóvenes son críticos de lo que ven sus ojos y oyen sus oídos. ¿A qué clase de mundo nos trajeron estos adultos? Se sienten arrojados a un lugar que ellos no construyeron y al que nadie les consultó si querían llegar. Están envueltos en una red de la que es imposible huir, y los culpables inmediatos son precisamente sus propios padres.
Las nuevas mujeres se demoran eternidades para pensar en tener bebés, si es que algún día contemplan esta posibilidad. No lo iten en voz alta, pero el tiempo les va marcando fechas impuestas por la biología elemental. Y ellas se deslizan hacia la edad infértil sin mostrar señal de frustración. Es su nuevo mundo y no quieren repetir el de sus padres.
Cuando conversan con estos usan un tono fuerte, pues tienen un acumulado no individual sino generacional. Sus argumentos no son solo racionales: provienen de una experiencia recién estrenada pero con fuentes enraizadas en las más recientes amarguras del proceso humano.
Conocen sus vocaciones estéticas y profesionales, se han educado con esmero, pero han sido lastimadas por la agresividad de una sociedad excluyente, competitiva y feroz. La culpa no es de ellas. Entonces vuelven los ojos a aquellos que las trajeron a la vida y que poco han logrado para dulcificar esta vida.
Es un reproche desde la nueva gente a esta realidad que ahora está en sus manos de manera irrevocable. Por eso se les siente un tono de reproche, una rabia sorda que debió de ser similar a la experimentada por los sobrevivientes de las dos guerras mundiales.
¿Como suavizar esta mirada tan cruda? Nuestras niñas son la fuente individual más genuina de felicidad, pero tras cada charla sentimos que no las merecemos. Ellas vislumbran la carga turbia de un futuro más duro que su presente y que todo el tiempo de sus padres. Las plagas del presente son nuestra aciaga herencia.
Cuando llegue nuestro fin cercano, estas hijas tal vez queden con el recuerdo de una generación que les legó por lo menos la fuerza del deseo. Del ansia de una sociedad en que nadie sea lobo para el hombre y mucho menos para la mujer.
