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Vivimos en tiempos ensordecedores. Las palabras no se detienen: mensajes, notificaciones, reuniones, redes. Todo habla, todo interrumpe. El silencio se ha vuelto incómodo, sospechoso, casi subversivo. Un vacío que muchos corren a llenar sin saber por qué. Pero ¿y si ese silencio fuera justamente lo que estamos necesitando?
Nos han enseñado a temerlo, a pensar que el silencio es ausencia: de palabras, de conexión, de sentido. Pero el verdadero silencio —como enseña Thich Nhat Hanh, el monje budista que ha iluminado el corazón de tantos— no es un hueco, sino una presencia viva. Es atención sin ruido. Es consciencia profunda. Es el suelo fértil donde puede brotar el entendimiento real. “El silencio no es la ausencia de ruido”, escribe Thich Nhat Hanh, “es la práctica de escuchar con todo el ser”, y cuando uno escucha con todo el ser, algo se transforma. La conversación deja de ser una guerra sutil de egos, y se convierte en un puente invisible entre dos humanidades.
El silencio cambia las reglas. Nos desarma. Nos obliga a bajar la guardia y a abrir el corazón, escuchar sin necesidad de intervenir, estar sin querer impresionar, sostener sin tener que resolver. En el silencio auténtico, el otro puede mostrarse tal como es, y uno también. David Le Breton lo llama “el respiro entre las palabras”. Y es allí, en esa pausa, donde nace la intimidad, donde se construye la confianza, donde florece la empatía. En las relaciones profundas, el silencio no es incómodo: es complicidad. Es presencia compartida. Es lenguaje sin palabras.
No es fácil permanecer en él. Nos confronta, nos refleja, nos deja sin escudos. A menudo lo confundimos con frialdad o con distancia. Y entonces hablamos, llenamos el espacio, decimos lo innecesario. Lo que en realidad está pidiendo es ser escuchado, no respondido. Pero quedarse en silencio junto a otro es un acto de coraje. Es decir: “Estoy aquí. No necesito llenarte de palabras. Te veo. Te escucho. Estoy contigo”. Es presencia pura. Es amor sin forma, pero con toda la fuerza.
¿Cómo podemos cultivar este silencio que reconecta? Con pequeños gestos: no interrumpir, hacer una pausa antes de responder, caminar juntos sin hablar, observar un atardecer sin necesidad de comentar nada. También en medio del conflicto: dejar que las emociones se calmen antes de hablar, no para evitar la verdad, sino para honrarla. Thich Nhat Hanh nos recuerda que “cuando cultivamos el silencio en nosotros mismos, también creamos paz para el mundo”. Escuchar desde el silencio no es un acto pasivo. Es un arte. Un servicio. Una forma de sanar. En un mundo que grita, atreverse a callar es revolucionario. Escuchar con el alma es libertad en acción. El silencio no separa, une. No vacía, colma. No enfría, enciende. Y quizá —justo ahí, en el silencio que tanto evitamos— encontremos, por fin, las palabras que de verdad importan.
