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En una suite alta, frente al Burj Khalifa, Ahmed —CEO de una fintech— se sirvió una taza de café, miró por la ventana y me dijo: “Mis reuniones más productivas son las que no tienen agenda. Me siento en el desierto al amanecer… y simplemente escucho”. No hablaba de meditación. No era mindfulness. Hablaba de algo más radical, más antiguo: contemplación. Ese espacio donde no se busca nada, y sin embargo todo llega. Donde el líder deja de hacer para simplemente ser y, desde ese estado, liderar.
En un mundo que premia la velocidad y penaliza la pausa, los verdaderos pioneros están girando la mirada hacia lo que siempre supieron los sabios: el silencio no es ausencia, es presencia. El silencio es acción invisible. Es lenguaje sin palabras. Pensar, nos han dicho, es el camino hacia la solución. Y lo es. Pero pensar divide, analiza, fragmenta. La contemplación, en cambio, integra. Pensar pregunta: ¿cómo resuelvo esto? Contemplar pregunta: ¿cuál es el propósito que sostiene esto? San Juan de la Cruz lo escribió sin rodeos: “El silencio es la primera lengua de Dios”. Y los maestros zen, sin paciencia para rodeos, van aún más lejos: “Si tu boca está abierta, estás equivocado”.
En los últimos años, la ciencia empezó a confirmar lo que la mística ya sabía. Un estudio del MIT demostró que quince minutos diarios de silencio consciente mejoran la calidad de las decisiones en un 40 %. No es evasión. No es lujo espiritual. Es estrategia pura. Sócrates ordenó: “Conócete a ti mismo”. Pero jamás dejó un manual. Los contemplativos sí. En el silencio —y solo allí— empieza el verdadero encuentro. No hay excusas, no hay filtros, no hay proyecciones. Solo tú frente a ti. El filósofo coreano, Byung-Chul Han, dice que vivimos en la “sociedad del cansancio”. Y tiene razón: hacemos tanto que ya no nos escuchamos, ni a nosotros ni a los demás. Ni siquiera al cuerpo.
Pero la contemplación —nos recuerda la neurociencia— no es un estado pasivo. Al contrario: al contemplar, se activa la corteza prefrontal, esa zona del cerebro que integra emoción y razón, intuición y lógica. La sabiduría no cae del cielo: se cultiva en la quietud. No importa si estás en Tokio, en Dubái o en Bogotá. El impulso es el mismo. Los ejecutivos japoneses caminan en silencio entre árboles practicando shinrin-yoku. Los directores de empresas en Silicon Valley usan aplicaciones para simular los retiros de San Ignacio.
No hay dogma, no hay religión, solo una necesidad humana que atraviesa culturas y siglos: volver al centro. No necesitas irte al Himalaya. No necesitas un templo. Ni siquiera necesitas una hora entera. Un instante sirve. Un sorbo de té que se bebe con atención. Una caminata donde el paso se vuelve oración. Dos minutos de pausa antes de una reunión. Un cuaderno por la noche donde escribes, sin corregir, lo que aprendiste del día. Porque el alma no grita: susurra.
