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El zumbido de las chicharras se mezcla con el garrido de las bandadas de loros. Árboles verdes, loros verdes, iguanas verdes. Croan sapos. El cielo está muy azul y el termómetro marca 36 grados en este Comala verde. Cientos de hormigas cargan hojitas de pasto y tréboles. ¡Todo es tan fértil en Armero!
En El hurakán, Germán Castro Caycedo narra la selva del Darién. El autor buscó al pintor David Manzur para aprender a nombrar la paleta de colores. Luego escribió: “La gran vegetación es verde. Arriba, en el contraluz, verde manzana, verde lechuga, verde turquesa, verde sabia, pero a medida que uno sigue bajando la vista, la luminosidad empobrece gradualmente y entonces la sinfonía va decreciendo: verde musgo, verde oliva, verde montaña”.
Tenía 12 años, casi la edad de Omaira Sánchez, cuando visité Armero en enero de 1987. No había ni un solo tono de verde. La zona del desastre era una explanada gris, como una playa infinita sin mar. La avalancha que nació en el Nevado del Ruiz y rodó por los ríos Lagunilla, Gualí, Molinos, Chinchiná y Azufrado la noche del 13 de noviembre de 1985 era aún nueva en este paisaje. En el ambiente luctuoso resaltaba la cruz blanca ante la que el papa Juan Pablo II declaró el lugar como camposanto. De rodillas, el papa rezó y lloró en julio de 1986 por los 22.000 muertos de Armero y los 3.000 de Villamaría y Chinchiná.
La premio nobel bielorrusa, Svetlana Aleksiévich, escribió en Voces de Chernóbil la impresión que le causó su visita al sitio de la catástrofe nuclear: “Todo había crecido como nunca, de manera asombrosa. Pero lo más horrible, lo más incomprensible era que todo... ¡Que todo era tan hermoso! Eso era lo más horroroso... ¡La formidable belleza de todo lo que se veía alrededor!”.
Volví a Armero y tuve esa misma sensación. En noviembre se cumplirán 40 años de la tragedia y estas cuatro décadas de abandono bastaron para que el verde borrara al gris. Es un camposanto, pero no luce como un cementerio. Ceibas, ficus e higueras crecen en un jardín silvestre que ofrece sombra a las vacas y refugio a las aves. Mi lenguaje no tiene suficientes tonos para narrar el verde y tampoco sé nombrar la flora con precisión. Como escribió la poeta Maruja Vieira: “No se nos ha enseñado a saber si se llaman algarrobo, bucare, guayacán, flamboyán o araguaney. Tampoco hemos aprendido a respetarlos y el símbolo de nuestro progreso, de nuestra civilización, es un hacha”.
Las callejuelas de Armero tienen grietas por las que crecen plantas. Las lápidas lucen como si en vez de una avalancha hubiera ocurrido un terremoto: las raíces de los árboles las resquebrajan y mueven. Hay una valla con fotos de niños que siguen perdidos y señales que orientan a los viajeros hacia “el callejón del duelo”, “la piedra”, “la bóveda” y “la tumba de Omaira Sánchez”. Cientos de placas le agradecen a Omaira los milagros recibidos. Los guías ofrecen relatos de lo ocurrido y helados a $3.000. Ir a Armero es constatar la inconmensurable pequeñez del ser humano: ante un volcán o una ceiba somos una brizna minúscula y desmemoriada. Diminutas hormigas con nuestra historia a cuestas. Bastan pocos años para desvanecer cualquier huella.

Por Adriana Villegas Botero
