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Para las personas en Colombia, acceder a atención médica implica superar varios obstáculos, incluso en los procedimientos más rutinarios. Pero ese camino se transforma en un verdadero laberinto, lleno de puertas que se abren solo para cerrarse de inmediato, cuando se trata de la interrupción voluntaria del embarazo (IVE). Y ese camino se vuelve aún más enrevesado cuando se entrecruzan distintas formas de vulnerabilidad.
Un ejemplo de ello es Ana*, una mujer migrante que tuvo que enfrentar un embarazo no deseado. Para ella, buscar ayuda fue como entrar en un laberinto sin señales: cada institución le decía algo diferente, cada intento de avanzar la devolvía al punto de partida. Ana migró desde Venezuela a Colombia con el propósito de buscar mejores oportunidades para ella y su familia, a quienes ha podido enviar dinero gracias al emprendimiento que inició, y ha logrado construir una vida en Colombia. Sin embargo, un embarazo no deseado la confrontó con las fallas estructurales de un sistema de salud que aún no responde plenamente a las necesidades de las mujeres.
Aunque el aborto fue despenalizado en Colombia en febrero de 2022, y la Corte Constitucional estableció con claridad que este derecho debe garantizarse sin discriminación, especialmente para quienes enfrentan mayores barreras, la realidad sigue distando del fallo. En la sentencia, la Corte reconoció que las mujeres migrantes, en particular aquellas con estatus irregular, sufren una vulneración agravada del derecho a la igualdad, al ser doblemente castigadas: por su decisión y por su origen.
Ana dice que para ella el aborto nunca había sido una opción que contemplara con comodidad. Pero esta vez era diferente. Sabía que no podía seguir adelante. Tenía dos hijos en Venezuela que dependían de ella, y había migrado a Colombia para trabajar, no para asumir una maternidad forzada en un contexto de desprotección, sin red de apoyo, sin papeles y sin garantías. Comentó incluso que después de tener a su último hijo entendió que maternar sin condiciones era una violencia más.
Fue una amiga —una de las pocas que había conocido en el municipio, ubicado en el centro-sur de Antioquia— quien le contó que el aborto era legal en Colombia. Hasta entonces, no sabía que tenía esa opción. Con esa mínima certeza, empezó a buscar ayuda. Fue al hospital más cercano, pero allí le dijeron que, sin estar afiliada al sistema de salud y con su estatus migratorio irregular, no podían atenderla.
Ahí comenzó su entrada al laberinto. Ella cuenta que, en principio, le exigieron una carta del Ministerio de Salud y Protección Social, y cuando por fin la consiguió, comenzaron a agendarle controles y exámenes que, al no estar afiliada, debía pagar por su cuenta. Cada nueva indicación la empujaba por un pasillo diferente. “Los costos eran imposibles”, relata Ana en entrevista con El Espectador. Solo las pruebas iniciales costaban más de lo que podía reunir trabajando durante semanas. Todo lo que le ofrecían eran trámites, requisitos y barreras. Cada respuesta venía con un “pero”. La legalidad parecía solo para quienes tenían con qué demostrar que existían dentro del sistema. Ella, como muchas mujeres migrantes, no lo estaba.
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Las Entidades Promotoras de Salud (EPS) están obligadas a garantizar el a la IVE de manera segura, oportuna y gratuita y esto incluye a todas las personas con capacidad de gestar, sin importar su afiliación al sistema de salud ni su nacionalidad. Pero ese no fue el caso de Ana.
Y aunque es cierto que en las regiones más pequeñas la situación se agrava por la falta de a información y servicios, en ciudades donde se supone que estos derechos están garantizados también se presentan fallas. Un informe de la Corporación Colectiva Justicia Mujer (CCJM) encontró que, aunque el aborto ya está despenalizado, en Medellín y el Área Metropolitana del Valle de Aburrá (AMVA) todavía hay muchas barreras que, durante 2023 y 2024, han seguido dificultando un digno y efectivo a la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE).
En el 74 % de los 46 casos que fueron acompañados por la organización, se presentaron obstáculos para acceder al servicio. Muchos de ellos estaban relacionados con la criminalización social, reflejada en dinámicas como la estigmatización, la falta de información confiable y la dificultad para acceder a servicios de calidad, especialmente en zonas rurales o contextos en situación de vulnerabilidad.
La situación se vuelve aún más compleja cuando se trata de personas migrantes. Según el mismo informe, del total de mujeres acompañadas que enfrentaron barreras para acceder a la IVE, el 28 % eran venezolanas. Casi todas estaban en situación migratoria irregular; solo dos contaban con estatus regular, y ninguna tenía aseguramiento en salud.
Estas dificultades se profundizan cuando deben desplazarse a ciudades distintas a su lugar de residencia, como le ocurrió a Ana, que estaba en uno de los municipios que conforman el Valle de Aburrá. Esta situación implica nuevas barreras sociales y económicas, como la falta de recursos para alimentación, transporte o alojamiento, especialmente sin apoyo institucional.
A esto se suman otras barreras: las violencias ginecoobstétricas durante la atención, la criminalización social y la escasez de servicios y quirófanos para atender casos de gestaciones avanzadas, a pesar de que el aborto es reconocido como un derecho y por ende, los centros de salud ya deberían contar con este tipo de adaptaciones.
En el laberinto que enfrentan las personas para acceder al aborto, el tiempo corre contra reloj, cada desvío, cada espera, cada indicación contradictoria, se convierte en semanas de gestación que suman nuevas barreras.
“Las semanas se traducen en mayor victimización, en mayor criminalización, porque si una mujer tiene una gestación más avanzada, hay más ojos señalándola. Hay más barreras para acceder al aborto y más cuestionamientos sobre por qué quiere practicarse una interrupción voluntaria del embarazo”, explicó Juliet Gómez Osorio, directora de la Corporación Colectiva Justicia Mujer.
Un ejemplo con rostro propio es el de Ana, quien desde su primera visita al centro de salud para solicitar el procedimiento tuvo que esperar semanas mientras su gestación avanzaba. Entre trámites, demoras y traslados a más de cuatro clínicas, finalmente accedió al aborto en la semana 20.
En su relato, ella dice que el ambiente en el Hospital Central de Medellín era hostil Recuerda estar sentada con varias mujeres embarazadas en la sala de espera, algunas ya en trabajo de parto, respirando entre contracciones. Y de pronto, una voz desde el mostrador gritó: “¡La paciente que viene por aborto, que pase!”. Las miradas se posaron sobre ella y una señora le susurró: “¿Y por qué va a hacer eso? Mejor téngalo”. Ana no respondió. No tenía fuerzas para explicar nada.
La dejaron hospitalizada. Le pusieron una sonda para inducir la dilatación, ya que el hospital no contaba con Misoprostol, un medicamento que induce el aborto en condiciones seguras. Pasó más de un día con la sonda puesta, soportando dolor y calambres. “Cada hora iba una enfermera y como veían que no dilataba, me volvían a jalar la sonda. Tanto fue que me la jalaron que me llegó a los pies”, relata Ana. Pero el procedimiento nunca se completó. Incluso enviaron a su pareja a recorrer la ciudad con una receta en mano, en busca del medicamento necesario, pero en todas las farmacias le dijeron que no podían vendérselo.
La responsabilidad de conseguir el fármaco recayó en Ana y su pareja, pesar de que el procedimiento ya había comenzado y requería su istración para completarlo. La falta de claridad sobre los pasos a seguir y la ausencia de orientación médica oportuna generaron temor en su entorno. “Me dijeron que tuviera cuidado, que me podía morir”, recuerda.
El territorio donde el derecho aún incomoda

Este caso refleja cómo, aun con la legalidad del aborto, las barreras institucionales y culturales persisten. Aunque el estigma es generalizado en el país, cada región mantiene sus propias tradiciones para deslegitimar la práctica y el derecho de decidir.
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Por ejemplo, en Antioquia, Osorio explica que es “un departamento donde la tradición, la familia y la propiedad son los valores clave. El rol de las mujeres que deseamos ejercer nuestra autonomía y ser libres no se legitima, y mucho menos cuando hablamos de autonomía sexual y reproductiva. Hay, además, un mito asociado a las mujeres paisas como matronas, como las que deciden en el hogar. Pero esa supuesta autoridad se limita a cosas como decidir si se pinta o no la casa, no a decidir si quieren ser mamás o no, o si pueden usar un método anticonceptivo”.
Además, la directora de la organización que ofrece acompañamiento psicojurídico señala que, a este panorama, se suma la imposibilidad de acceder a este servicio por la presencia de los actores armados. “En muchos lugares de Antioquia son ellos quienes controlan el orden. Entonces, una mujer que quiera abortar no solo tendría que rendirle cuentas a su familia, a su pareja, a los personales de salud, sino también a los actores que controlan el orden social en el territorio”.
Conocer la situación en cada territorio tampoco ha sido un trabajo fácil. “Una de las principales expresiones de la desigualdad es la falta de información desagregada. Los estudios, las investigaciones, los datos, se concentran sobre todo en las grandes ciudades, mientras que los sistemas de información institucional son muy deficientes”.
Los profesionales en salud tampoco tienen la información completa
El 23 % de las barreras identificadas están relacionadas con el desconocimiento del marco legal por parte del personal de salud. Esto plantea preguntas sobre la calidad de la formación y capacitación que reciben, tanto en las instituciones educativas como en los espacios donde ejercen. Además, el 14 % de las barreras corresponden a interpretaciones restrictivas de la norma, lo cual también está relacionado con la manera en que se accede a la información y cómo ésta es comprendida.
Una de las principales barreras para acceder al aborto en Colombia es la falta de información clara y el uso inadecuado de la objeción de conciencia. Aunque esta es una figura legal válida —que también se ha usado en casos como el servicio militar—, en salud puede convertirse en un problema si no se aplica correctamente.
“La objeción de conciencia, en sí misma, no debería ser un obstáculo”, explica Osorio. El problema es cómo se maneja: muchas veces, el personal de salud no tiene una formación adecuada sobre las reglas que la regulan. Esto afecta tanto a quienes objetan por razones personales como a las mujeres y personas gestantes, que terminan sin recibir atención oportuna y sin discriminación.
Gómez Osorio también señala que incluso la forma en la que se nombra el aborto ha sido suavizada desde un enfoque jurídico, “hablar de interrupción voluntaria del embarazo y no de aborto es un eufemismo. Un eufemismo construido desde el derecho, desde el miedo a nombrar lo que verdaderamente está en juego”.
*El nombre de la mujer en esta historia ha sido cambiado para proteger su privacidad e identidad.
**Este artículo hace parte del reportaje “La geografía del silencio: el aborto para mujeres indígenas, afro y migrantes en Colombia”, realizado con el apoyo del Consorcio Latinoamericano contra el Aborto Inseguro (Clacai).
Por Mariana Escobar Bernoske
Por Luisa Lara
