
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La guerra y las desigualdades sociales han resquebrajado la fuerza vital de muchas comunidades del país, pero la búsqueda por sanar el espíritu y resignificar el dolor encuentra su espacio en las artes, ratificando la relevancia en nuestra vida.
No es gratuito que en todo el país se gesten programas que vinculan las prácticas artísticas con la construcción de paz, una relación que han profundizado la ciudadanía y el Gobierno Nacional. La reparación simbólica de las comunidades deviene en relatos, danzas, canciones, monumentos, obras, encuentros en los que lo cultural se constituye en un espacio que, en colectivo, permite crear y hacer memoria.
En el Pacífico, por ejemplo, encontramos el Movimiento Exótico, en el que la música y la danza abrazan a cientos de niños, niñas y jóvenes que huyen de las violencias. Las comunidades en contextos conflictivos han encontrado un poder transformador en el hip hop. Y hay procesos que se proponen “bailar, más que para ser vistos, para ser escuchados”, como la compañía de danza afrocolombiana Sankofa en su lucha contra el racismo.
“Cada situación territorial, desde su singularidad y necesidad, define sus identidades artísticas. Se trata de una relación en doble vía: el territorio incide en las prácticas artísticas y estas afectan su construcción y definición”, afirma el profesor y crítico Javier Gil, quién desde la academia, la gestión cultural y la institucionalidad, ha defendido por años el valor de las artes en la vida.
Tener una experiencia artística implica amplitud, inflar el espíritu para dejarse atravesar por la palabra, el sonido, el gesto. Y por eso llevar estas prácticas a los escenarios de aprendizaje es una apuesta decidida por profundizar la construcción de un ser que se abre a la escucha y con ello a la posibilidad de un diálogo fértil con su entorno. La educación artística reconoce, desde su universo sensible, un saber que se construye con la otra y el otro.
De ahí que al poner en la agenda pública la relación cultura–artes–educación desemboque en el profundo parentesco entre la acción artística y el cuidado de vidas y comunidades.
Esta es una apuesta política que se aleja de la idea neoliberal del individualismo y busca, por el contrario, que la educación artística y la transmisión de saberes formen una nueva generación capaz de pensar en el bien común, y de imaginar un mundo que considere nuevas relaciones con la humanidad y la naturaleza.