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Vivimos en el tiempo; es decir, en un mundo en movimiento. Sin movimiento no habría mundo; el mundo, el movimiento y el tiempo son la misma cosa. Hasta hace relativamente poco todos habíamos vivido en el tiempo de manera parecida: salía el sol, se levantaban los seres diurnos; se ponía el sol, se levantaban los nocturnos, se dormían los diurnos. El movimiento del sol orquestaba todo. Hasta que apareció el bombillo y demás fierros de la era industrial. La era industrial alteró el patrón cíclico con el que se habían movido hasta entonces la humanidad y los animales. A los pollos de engorde les dejaron los bombillos prendidos para que comieran día y noche. Se crearon los turnos nocturnos de producción para los seres humanos. Se aceleró el tiempo. El bombillo empezó a orquestar todo. Las máquinas funcionaban día y noche. Día y noche los artículos de consumo iban de un lado al otro, de la China a Madagascar, de Madagascar a la China, a Guam, a Barranquilla, en trenes, camiones, barcos, aviones, rápido, rápido, por agua, por aire, por autopistas. El movimiento se disparó, se disparó el tiempo, se disparó el mundo. Desde el espacio sideral se veía hasta bonita aquella ominosa combustión ámbar de la Tierra.
Llegó entonces el virus y paró todo casi en seco. La economía amenazó con detenerse por completo, y las especies que esa economía brutal del acelere estaba extinguiendo dejaron por un momento de extinguirse y hasta se explayaron un poco. Los empresarios tuvieron que encerrarse en sus casas y dedicar su tremenda energía ámbar a tratar mal a la mujer y a los hijos, e igual hicieron sus obreros. Se disparó el asesinato doméstico, por un lado, y por otro bajaron los niveles de contaminación.
El tiempo comenzó a alargarse en los apartamentos de los que no se podía salir, en las casas. La gente, que venía borracha de velocidad, tuvo dificultad para adaptarse tan rápido a la lentitud. La mayoría de las personas había perdido la capacidad de ver crecer las matas en los balcones y antejardines, de disfrutar el paso lento del tiempo. No tenían ojos ya para los infinitos movimientos de una bailarina en su pecera. Para ver la diferencia entre un atardecer y el atardecer anterior. Se exasperaban por la manera como las gotas de agua rodaban por las hojas en las materas.
Los muertos se apilaban en las morgues, los muertos se contaban por cientos de miles. Aun así muchos decidieron que era mejor morir que estar encerrados en esa lentitud y salieron a las playas a tomar cerveza entre gritos y música a gran volumen, todo a mucha velocidad. La lentitud había sido insoportable para ellos, y muchos murieron, mientras los que permanecían encerrados en sus apartamentos sentían que ese arrastrarse del tiempo los estaba matando. Desafiando a la muerte, cada vez más gente empezó a llenar las calles y al ver aquello uno pensaría que la plaga había terminado. Nada de eso. Mientras la gente caminaba otra vez rápido por Chapinero, por Junín, o se emborrachaba en las playas de Miami y Fort Lauderdale —los célebres Florida morons (“idiotas de Florida)— las UCI de los hospitales no daban abasto y tampoco los cementerios. La parca empezó a repartir más guadañazos que nunca por el planeta entero.
Después de muchos meses en que la muerte se ensañó a derecha e izquierda con la humanidad, se anunció la vacuna. La luz al final del túnel. Poco a poco todo se normalizaría. El ámbar, que se había puesto mortecino, volvería a su bonito color intenso de antes. Los animales que se habían explayado —micos en los puentes, pumas en las calles, delfines en los canales de Venecia— volverían a estar constreñidos y continuarían muchos con su proceso de extinción. La contaminación agarraría otra vez su ritmo.
No se extinguió esta vez nuestra especie. “Tampoco se la llevó este hijueputa virus al fin de cuentas. Lástima”, pensaría mi amigo Fabio Arango, que vive en una de las lomas de Envigado. Él es así. Amargado, si quieren ponerlo así, aunque Fabio sabe muy bien de lo que está hablando, e igual lo sé yo: mirándolo en frío, desapasionadamente, mejor nos acabamos nosotros antes de que acabemos con todo. Fabio no le tiene afecto a nuestra especie, y vive despacio, muy despacio, tan despacio como pueda, en una versión especialmente elástica del tiempo. Una de las versiones más elásticas que he conocido. En su finca tiene plantas, cosas viejas, algunas muy bonitas, también animales. Su respeto por los animales es muy grande.
No estoy seguro de que alguna vez vaya a decirlo, pero conociéndolo no me extrañaría: “Hombre, Tomás, no te preocupés por nada. No hay que ser negativos”, podría decir, con ojos sonrientes. “Otra vez será”.
Por Tomás González, escritor colombiano
