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Estamos aquí de nuevo.
La fila interminable otra vez frente a nosotras, y otra vez los demás colegios nos miran con cara de culo. Otra vez mis amigas gritando y diciendo quién va con quién. Otra vez peleando por las que se van al frente o las que se quedan hasta atrás. Otra vez el sol pelándonos la cara, y el viento helado de noviembre. Mis amigas vuelven a subirse las faldas, vuelven a decirles triplepapitos a los muchachos que caminan cerca de la montaña rusa. Todos se ríen otra vez de nosotras. Yo sigo esperando a que suceda un accidente.
La mujer de la montaña rusa vuelve y nos mira, vuelve y rueda los ojos y masca chicle mientras ajusta los cinturones de los demás. Yo leo el cartel. Otra vez, como si no estuviera segura de lo que dice, como si no me lo supiera de memoria: no subir en estado de embarazo. Y la panza grande de la silueta negra me vuelve a amenazar.
Mis amigas siguen hablando de lo que pasó ayer en la novela. Aura María saliéndose del carro y gritándole triplepapitos a los gomelitos del convertible. Ellas se ríen. Dicen que le rezan. Jimena vuelve a decir: y no parece que la novela fuera de hace veinte años, y Camila esta vez le responde: porque las bandidas no tienen fecha de vencimiento, mija.
Todas se ríen, pero yo pienso en mi mamá, y en el fastidio que le produce Pechuguín, como le dice a Aura María. Pienso en cómo la condena cuando ella invita al cuartel de rumba en vez de irse a casa a cuidar a su hijo.
—¿Si ve, Viviana? —me dijo un día—, eso pasa cuando uno no quema las etapas.
Y luego, cuando echaron a Aura María de la casa, con todo y su hijo:
—¿Si ve, Viviana? Eso les sucede a las bandidas que salen con las patas chuecas y sin responsabilidad.
Mis amigas aman a esa bandida, y se pelean por proclamarse la Aura María de nuestro grupo. ¿Pero qué hay de mí? ¿Qué hay de mí que me las di de refinada, responsable y cuidadosa? ¿Qué pasó conmigo que antes de levantarme la falda solo pensaba en ser el primer puesto en todo? ¿Qué antes de gritar triplepapitos les digo a mis amigas que mejor le bajen al escándalo?
La fila vuelve a moverse. Mis amigas se suben a la barda y cuentan las personas. Faltan dos turnos, grita Camila, y todas saltan y se emocionan, como si esta no fuera la cuarta vez que nos subimos a esta montaña rusa.
Pienso en lo que dirán ellas cuando se enteren. ¿Me verán igual que a Aura María?, ¿Me dirán bandida y se reirán de mi suerte?, ¿Me seguirán alabando porque les presto las tareas de química, o porque soy la de las presentaciones bonitas en sistemas?
Tal vez ellas aún me quieran, ¿pero y sus papás? Ellos también dirán ¡Viviana por Dios!, ¿así como le dice Inesita a Aura María? O serán como mi mamá, y me sacarán de sus casas porque salí con las patas chuecas.
¿Y qué dirán las monjas? Entrarán a mi cuarto y arrancarán todas mis medallas y mis condecoraciones. Seguramente me van a suspender, o expulsar, o excomulgar. Me dirán que me desvié, que me fui por el mal camino, que cómo pude, que cómo era posible; si yo era la abanderada de la conversión, del orden y la disciplina. Cómo podía ser posible si yo era la que estaba más encaminada por la senda del Señor, que por poco más y me vuelvo monja, como ellas.
Me verán a los ojos mientras me expulsan y mamá me echa de la casa y dirán que sucumbí al Diablo y a sus órdenes. Y todo quedará en nada, no podré terminar la técnica en pedagogía, ni comprarme ese vestido que vi en el centro comercial, ni entraré a la universidad, ni conoceré al amor de mi vida.
Estaré así, igual que Aura María, de recepcionista y madre soltera, esperando a que mi jefa fea se apiade de mí y me monte a su carro y me vuelva su secretaria.
Dos monjas caminan desde lejos, la madre Tulia y la profe Susana. Mis amigas se bajan rápidamente la falda y se acomodan las blusas. De lejos somos el grupito de amigas más bulloso de toda la Normal, pero de cerca somos el cuartel de las feas. Y mis amigas, que se las daban todas de Aura María, van a quedar en shock cuando lo sepan.
O si un día lo saben, porque para mí, lo ideal, es que no lo sepan nunca.
Puede que un día, dentro de muchos años nos reencontremos todas y en una charla casual yo les diga, ¿se acuerdan de esa vez que fuimos al parque de diversiones cuando estábamos en décimo?, pues esa vez estaba embarazada O tal vez no se los diría nunca, porque seguramente me verían como una loca asesina, matabebés, una mujer que fue capaz de subirse a una montaña rusa en estado de embarazo, y que además se guardó ese secreto para contarlo casualmente un día cualquiera.
Pero lo que pasa es que ellas jamás me entenderían.
Porque quizás Lucía y Vanessa no tengan mucho que perder, porque se van tirando el año; o porque a Camila y a Jimena les quede más fácil, ya que nacieron en cuna de oro y nunca han pasado por ninguna necesidad. Para ellas mejor, porque Camila es hija única, y sus papás de todos modos son medio jóvenes. Y Jimena se nota que siempre ha querido ser mamá, por eso no le importa subir a toda hora historias a Instagram con cada novio nuevo que se consigue cada semana. Ya lo tiene arreglado. No me van a entender por qué no se enteraron a sus dieciséis años que estaban embarazadas de un bobo que las bloqueó de todas las redes, que cambió de número, y que se hace negar por la mamá desde que fui con la prueba de embarazo a su casa.
Bueno, es que, igual que en Betty, mi cuartel ni sabía que yo me estaba viendo con alguien.
Por fin nos subimos a la montaña rusa y por fin, en este turno, mis amigas deciden cederme el puesto de adelante. Ese en donde el vacío es más intenso, y donde seguro los gritos y el vértigo van a matar toda esperanza que esté creciéndome adentro.
Me abrazo al cinturón y cierro los ojos esperando que por fin esta zozobra se acabe. Vamos subiendo y pienso en mamá, en lo decepcionada que va a estar si no pasa nada. Me dirá que invirtió todos sus años y todos sus sueños y todo su tiempo en mí, y que yo fui una desagradecida, que de nada valieron los sacrificios ni los sermones que me daba siempre que iba a las fiestas de quince, o a las convivencias del colegio. Me va a quitar el celular, nunca más va a volver a recargarme los datos. Seguro hasta me eliminará de su Facebook.
Tengo tantas ganas de llorar, y por un momento me parece injusto que todo esto me esté pasando a mí, ¿por qué no le pasa a alguien más? ¿Qué es lo que estoy pagando?
Subiendo la montaña pienso en Nicolás, mi supuesto novio, y lo cobarde que fue cuando llegué a su casa llorando con la prueba en mano. Quizás esperaba algo más, tal vez esperaba que me abrazara, que él también me dijera que no podía con esto y que me apoyaba en cualquier decisión que yo tomara.
Tal vez esperaba que Nicolás fuera ese papá que yo no tuve y que tanto deseé conocer.
Aunque bueno, puede que sin papá sea mejor, porque en este momento lo último que quiero es que otro hombre venga a decirme que para qué abria las patas, que para qué me ponía de casquisuelta a decirle que sí a todo el mundo, y dejarme llenar la barriga de huesos, así como me dijo Nicolás. Por primera vez en mi vida pienso que es mejor no tener papá. Una decepción menos.
Volvemos a bajar la montaña rusa y me lamento porque el vacío fue exactamente el mismo.
Otra vez sé que no pasó nada, y que ni siquiera vale la pena que vaya al baño a mirarme los calzones. Sé que el frijol que descubrí hace dos semanas sigue ahí, detrás de mi ombligo, germinando, y que probablemente ya no hay nada que hacer.
Pienso en el regreso al colegio, y luego el viaje en ruta; llegar a la casa. Sé que mamá lo notará, que me verá diferente, que me sentirá rara. Sé que me va a tocar decirle todo, que tendré que aguantarme los correazos y las cachetadas, que me va a tocar empacar lo que me quepa en la maleta del colegio y ver en qué casa me reciben. Sí, me va a quitar el celular.
A lo lejos veo a las monjas, con sus ojos juzgadores, examinándome. Mis piernas tiemblan y por un momento siento que me desmayo. Mis amigas se dan cuenta de mi debilidad y me sostienen, todas abanicándome la cara.
—Vivi, ¿estás bien? —dice Mariana preocupada, sus pecas me marean.
Ni siquiera puedo contestarles, siento cómo mi cara se contrae mientras niego con la cabeza. Lloro desconsoladamente, porque más me valía no haberle dicho a mi mamá que me iba de tarde de amigas para irme a la casa de Nicolás. Más me valía haberme ido cuando me dijo que no estaba seguro de tener condones, o cuando sentí que me rasgaba porque yo tenía miedo y él tenía afán. Más me valía haber usado la plata de esta convivencia en la clínica que encontré en internet, y no perder el tiempo subiéndome una y otra vez a la montaña rusa con la esperanza de encontrar una mancha en mis calzones.
Pero ya no puedo hacer nada, mientras lloro con fuerza y las monjas me cogen y me zarandean y me preguntan que qué me pasa, si se me perdió algo, si alguien me insultó, si un hombre me tocó, si me hicieron algo.
Y yo quiero gritarles que no, que no pasó nada, que todo fue un accidente.
Por Juana Carolina Lispector
