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Marcelo conduce un escarabajo amarillo chillón —que grita “mátenme”— por las carreteras calurosas de Brasil en el año 77 del siglo pasado. Euforia, música, cachaça y muerte es el cóctel que lo recibe en Recife, ciudad a la que llega con la esperanza de reencontrarse con su hijo, mientras la dictadura sonríe con los revólveres en los cintos. Así empieza O agente secreto, que, como en medio de una parada carnavalera, va dando tumbos y no ubica muy bien quién es Marcelo y cuál es su misión. Así pasa una hora.
En sus trabajos, el director brasileño Kleber Mendonça Filho advierte que, a pesar de todo, esto sigue siendo cine. En el primer acto, Recife se presenta como un tablero de ajedrez caótico donde se cruzan más de una docena de personajes que rozan el delirio y la realidad mágica. Una pierna humana encontrada en el estómago de un tiburón (Tiburón revienta las taquillas), sobrevivientes del Holocausto con aires de entomólogos paranoicos (cameo glorioso de Udo Kier como sastre), y policías que raquetean el auto de Marcelo en busca de mordidas mientras ignoran un cadáver comido por los perros en un estacionamiento. Todo esto, mostrado en una calma de quién sabe qué Kafka, se ha hecho costumbrista en Latinoamérica, cuando el Estado ha decidido tantísimas veces que la vida no vale nada.
Wagner Moura encarna a Marcelo, que no sabemos si es agente de algún bando, tampoco si es secreto o si simplemente es un hombre que sabe demasiado para estar vivo. O nada de lo anterior. En el segundo acto empezamos a saber cosas del protagonista: viudo, perseguido y con un hijo bajo el cuidado de los suegros (uno de los cuales istra un cine que funciona como centro de resistencia). Marcelo parece más bien un personaje de John le Carré en pleno carnaval. Luego, también se entiende que la tarea de Marcelo es hercúlea: sobrevivir junto con su prole a una dictadura asociada con el poder económico. Y si “la alegría no es solo brasilera (sic.)” el paramilitarismo tampoco es marca registrada en Colombia. Mendonça Filho dice que en ese Brasil de los 70 la dignidad era sinónimo de subversión. O agente secreto, presentada en la Competencia Oficial de Cannes 2025, es una película que se disfraza de thriller, se maquilla como comedia absurda y se va a carnavaliar como relato de espías hasta emborracharse de épica nacional-popular.
A medida que avanzamos, el filme se descompone en un relato coral donde la resistencia está compuesta mayoritariamente por mujeres, y la ciudad es un campo de batalla en clave de ficción pulp. Una mujer desaparecida, una red clandestina que falsifica documentos, un departamento de archivos donde Marcelo busca datos sobre su madre y un carnaval que sirve como excusa perfecta para esconder más de cien asesinatos, según las cuentas alegres del director de la policía. El horror cotidiano se mezcla con una imaginación cinematográfica delirante: hay una “pierna asesina” que se mueve sola por la ciudad, matando jóvenes que osan pecar. Entre risas y gritos, el delirio. Uno podría preguntarse si Mendonça Filho no está filmando el sueño húmedo de un censor militar en ácidos.
Mendonça Filho también trae, nuevamente, al cine dentro del cine. La gran sala en Recife no es solo refugio ni símbolo nostálgico, es el lugar del aguante. Es allí donde, mientras se proyectan La profecía, King Kong, y Le magnifique, en los pasillos se conspira, se resiste, se llora y se fornica. El hijo de Marcelo bien podría ser el propio Kleber, niño hipnotizado y aterrorizado por los grandes monstruos del celuloide, saliendo del cine para encontrarse con monstruos reales en las calles. Como en su anterior, Retratos fantasmas, el autor homenajea a las salas donde se formó, pero aquí las convierte en epicentro de una revolución latente. Cine y vida, una vez más, se confunden en la pantalla y en la memoria.
Las influencias son múltiples y desvergonzadas: hay algo de Sergio Leone en los silencios tensos que preceden las balaceras; algo de Antonioni en la deriva de Marcelo hacia su destino trágico; Tarantino asoma en los estallidos de violencia gore dignos de Carpenter, y también está la sombra de Costa-Gavras y Melville planeando sobre la trama de espionaje. Sin embargo, O agente secreto es, por encima de todo, un filme brasileño. Uno que no pide permiso ni disculpas para combinar el cine de género con una relectura política y, por momentos, cómica hasta el absurdo y en el tope, por si faltara algo en la extravagancia, escenas sexuales.
De esta manera, este trabajo evita el tono solemne del drama político convencional. Prefiere contarlo todo con pantallas partidas, secuencias musicales estilo video de banda soviética alucinada e, incluso, momentos de slapstick tropical. Es como si Bacurau hubiera tenido una recaída en la cinefilia más salvaje y libertaria.
Y, sin embargo, entre el desparpajo estético y la galería de personajes desbordados, la película nunca llega a su norte. Hay una tristeza profunda que atraviesa la odisea de Marcelo, un hombre al que le han quitado la patria, la mujer y el nombre. También hay un testimonio velado: un país que prefiere reír y bailar mientras la policía desaparece cuerpos, que ignora cadáveres, pero se escandaliza por tiburones, que vive de espaldas a su historia. El filme no ofrece redención ni respuestas, pero sí una certeza: en algún momento, hasta la pierna asesina, tendrá que bailar samba. Nuestra patria también sabe de esto. O agente secreto es cine que se atreve a ser muchas cosas a la vez: sátira, thriller, melodrama, arte político, carta de amor al cine y radiografía del trauma brasileño y latinoamericano.
Es una película que no se deja domesticar por el análisis lineal, como esos carnavales donde todo parece caos, pero cada pluma tiene su lugar. Si uno se impacienta esperando una estructura clásica o respuestas claras, es porque ha olvidado cómo mirar con asombro. Mendonça Filho no filma para explicar el pasado, sino para exorcizarlo. Y en un tiempo en el que la historia se repite como farsa, como horror y como algoritmo, O agente secreto nos recuerda que el cine sigue siendo un lugar para resistir, aunque sea con una carcajada en la boca y una pierna asesina detrás de la cortina a punto de patearnos el cuatro letras.

Por Juan Carlos Lemus Polanía
