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Un montaje lleno de momentos categorizados entre “amores” y “malos” indicaría que con esta entrega llega la culminación de una de las franquicias de acción más presentes de las últimas décadas.
No tanto por su desenlace, sino por la construcción de una historia en 160 minutos donde queda claro que hasta aquí nos trajo el río. También lo sugiere Tom Cruise, protagonista de esta franquicia desde 1996, quien, con seis décadas entre pecho y espalda, ya no luce invulnerable al tiempo. Su energía sigue intacta, pero ahora cada acrobacia transmite el peso de los años y un esfuerzo que se nota. En The Final Reckoning (La sentencia final), Ethan Hunt parece menos un superespía y más un mártir obstinado, que corre como si lo persiguiera la muerte, resistiendo no solo a sus enemigos, sino al paso del tiempo, a la muerte misma.
A lo largo del metraje se acentúa esta idea de cierre mediante referencias, conexiones y retcons que unifican las siete películas previas. Pero esta ambición viene con un costo: el drama introspectivo opaca la acción que ha sido el sello de la saga. Así, queda mucho más densa, menos dinámica y con una estructura que se tambalea como el mismo Cruise “tarzanenando” en alguna avioneta. La intención de alguna profundidad emocional se queda en eso.
Lo diferente y rescatable de Mission: Impossible ha sido su capacidad para equilibrar el espectáculo con la humanidad de su protagonista. Desde que J.J. Abrams reorientó la franquicia en la tercera entrega, Hunt ha sido el héroe que se lanza al vacío mientras intenta salvar al mundo y proteger a sus seres queridos. Cruise ha encarnado esa dualidad con una entrega física y emocional sin precedentes. Lo acompañamos desde el agua profunda y helada del Báltico hasta un biplano en vuelo y, de allí, a vérselas con el fin del mundo, con la mandíbula siempre apretada y el rostro deformado por el viento. Cada gesto se nota titánico. Agotado en lo físico, la batería queda muy baja para lo emocional.
Por otro lado, el enemigo de turno, una inteligencia artificial llamada “la Entidad”, regresa con un plan aún más ambicioso: manipular los sistemas nucleares y arrastrar a las potencias mundiales hacia la destrucción mutua. En lugar de una amenaza seductora, como en Dead Reckoning, aquí se convierte en una fuerza opaca y determinista, y la película pasa demasiado tiempo en escenas de discusión burocrática, recordando, de mala manera, más a thrillers políticos que a una cinta de acción.
La inclusión de nuevos personajes tampoco ayuda: líderes políticos, agentes, funcionarios y militares que entran y salen sin dejar huella. Solo algunos actores veteranos, como Ving Rhames (Luther) y Simon Pegg (Benji), logran sostener algo del alma del equipo, aunque con menos brillo que en entregas pasadas. Hayley Atwell (Grace), ahora en un rol protagónico, se nota lo exagerado. Incluso el malo del paseo, Gabriel, tan anunciado como pieza clave del pasado de Ethan, se diluye en una interpretación poco inspirada.
La película intenta compensar con momentos espectaculares. Hay una secuencia de diez minutos sin diálogo en la que Ethan lucha dentro de un submarino hundido al borde de un acantilado. Es puro cine físico al estilo Buster Keaton y recuerda por qué venimos a ver estas películas. Pero el resto carece del ritmo y la claridad de acción de las mejores entregas. A veces, la narrativa parece sostenerse solo gracias al carisma de Cruise y al montaje de McQuarrie, quien, con oficio, corta entre personajes y líneas de acción con fluidez. Pero se hace necesaria toda la habladuría que explica lo que pasa.
Desde el inicio compramos una saga que ha convivido con la lógica absurda, y aquí no es diferente. Los diálogos cargados de exposición suenan a misa de Domingo de Resurrección, pero no tienen sentido. Y, a pesar de esta queja, ahí van pasando los minutos y el espectador apretando. La película se asume como espectáculo, una entrega pulida de blockbuster donde lo importante no es la coherencia, sino el vértigo. La secuencia aérea del clímax —Cruise colgando de un biplano mientras la cámara captura cada expresión deformada por el viento— es tan ridícula como emocionante.
The Final Reckoning también refleja inquietudes actuales. La lucha contra la inteligencia artificial resuena con la ansiedad de industrias como Hollywood ante su posible reemplazo por algoritmos. El sacrificio de Ethan —cada vez más doloroso, más expuesto— parece una alegoría del artista humano enfrentado a lo inhumano. Hay algo cuasi religioso en su sufrimiento. Como los héroes clásicos, resiste por todos. La frase “Nosotros hacemos nuestro propio destino” se repite protocolariamente, intentando anclar una filosofía humanista en medio del caos.
Al final, este episodio es ambicioso, autorreferencial y está cargado de intención, pero se pierde al intentar ser demasiadas cosas a la vez. Tiene momentos de brillantez, pero también largos pasajes que no van como relleno acá. Si es realmente el fin, se extraña la ligereza y claridad de propósito que convirtieron esta saga en algo más que un producto: un acto de fe en el cine como espectáculo humano, físico, sudoroso y, ahora, inevitablemente, mortal.

Por Juan Carlos Lemus Polanía
