{ "@context": "https://schema.org", "@type":"Organization", "name":"El Espectador", "url":"", "logo":{ "@type":"ImageObject", "url":"/pf/resources/images/favicons/favicon-EE-152.png?d=1051", "width":"300" }, "Point": { "@type": "Point", "telephone": "018000510903", "Type": "Servicio al cliente" }, "sameAs":[ "https://www.facebook.com/elespectadorcom", "https://twitter.com/elespectador", "https://www.instagram.com/elespectador/", "https://www.youtube.com//Elespectadorcom?sub_confirmation=1" ]}
Publicidad

Lo mágicamente humano de Thomas Mann (I)

A propósito de los 150 años del natalicio de Thomas Mann, presentamos este texto publicado originalmente en 2021. Antes de ganar el Nobel y convertirse en uno de los grandes novelistas del siglo XX, Mann fue un joven indolente que escribió su primera novela entre quemaduras, rechazos editoriales y días de servicio militar.

Fernando Araújo Vélez
06 de junio de 2025 - 03:29 p. m.
Los Buddenbrook, la primera novela de Thomas Mann, se publicó en 1900, aunque llevara fecha de 1901.
Los Buddenbrook, la primera novela de Thomas Mann, se publicó en 1900, aunque llevara fecha de 1901.
Foto: Ilustración: Nátaly Londoño Laura
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

“Por la escuela sentía aborrecimiento, y nunca me sometí a sus exigencias -escribiría muchos años más tarde-. La despreciaba como ambiente, criticaba los modales de sus directivos y pronto me encontré en una especie de oposición literaria a su espíritu, a su disciplina, y a sus métodos de enseñanza. Mi indolencia, acaso necesaria para mi particular desarrollo; mi necesidad de disponer de mucho tiempo libre para estar ocioso y leer con tranquilidad; una verdadera pereza de mi espíritu, que todavía hoy padezco, me hicieron odiar la sujeción escolar, llevándome a hacer tercamente caso omiso de ella”.

Le sugerimos leer Janis Joplin, la voz fuerte del rock

Para Mann, el niño Mann, que había nacido en aquel pueblucho el 6 de junio de 1875, la única ilusión de ir a estudiar era encontrarse con otro niño como él, hijo de un librero que había fallecido en la absoluta quiebra. Con su amigo, casi hermano, jugaba a leer párrafos y párrafos de los libros que habían sobrevivido a la tragedia, y con él, inventaba repentinas obras de teatro en pequeños actos que todos los días eran nuevos actos, distintas tramas. Su amistad, diría, “se fortalecía con los sarcasmos y las burlas absurdas, de un humor negro, que lanzábamos contra el ‘todo’ y, en especial, contra ‘el establecimiento’ y sus funcionarios”. En últimas, contra los representantes del “deber ser”, tipos serios, muy serios, como palos, que creían y decían que a Mann y a su amigo de infancia los iba a matar su afición por los libros, por el teatro, y sobre todo, por escribir poesía. A ellos pocos les importó.

Siguieron jugando, escribiendo, creando, y de los primeros juegos, pasaron a juegos más serios. Escribieron pequeñas piezas de teatro que ponían en escena con sus hermanos, y luego, en el bachillerato, textos críticos, ensayos y narraciones. En quinto de bachillerato, Thomas Mann fue elegido por sus compañeros como redactor jefe de un semanario de título pomposo en el que él y los alumnos de sexto vertían sus opiniones revolucionarias, Der Frühlingssyurm, La tormenta de primavera. De alguna manera, Mann era uno en su tiempo libre, en el que creaba y profundizaba y peleaba, y otro en clases. Los profesores solían llamarlo holgazán, un calificativo que por aquellos últimos años del Siglo XIX era una sentencia al “fracaso”. Sus padres, Johann Heinrich Mann, mercader y senador, y Julia da Silva-Bruhns, una hija de alemanes que había nacido en Río de Janeiro, lo reprendían a menudo.

Él aclararía años después que alguna vez le preguntaron por sus aptitudes, y él recordó “el famoso verso de Goethe y decir que de mi padre me viene la ‘seriedad en la conducta’, y de mi madre, en cambio, ‘la naturaleza jovial’, es decir, la inclinación hacia el arte y lo sensible y ‘el gusto de fantasear’, en el más amplio sentido de la palabra”. Mann era serio. Siempre lo fue y se tomó la vida siempre en serio. Muy en serio. Y era fantasioso, pero él mismo solía repetir que su lado artístico también era pesado. Denso. Difícil. Y que en más de una ocasión pensó en el suicidio como única alternativa “El anhelo es una fuerza gigantesca, pero la posesión enerva”, escribió, luego de haber descubierto a Shopenhauer y a Nietzsche, y luego de que sus textos y su relación amor-odio por la vida lo sedujeran. Los leyó, confesó, “como, sin duda, se lee una sola vez en la vida”, con frenesí, y escepticismo, con una profunda condena moral y con ilusión, poder y fuerza.

Si le interesa leer más de Cultura, le sugerimos: Los animales no hablan chino

“Yo veía en Nietzsche ante todo al hombre que se supera a sí mismo; no tomaba en él nada al pie de la letra, no le creía casi nada, y justamente esto es lo que hacía que mi amor por él tuviese un doble plano y fuese tan apasionado”. Shopenhauer le generaba una profunda sensación de plenitud y de arrebato por su “poderosa negación y aquella condena moral-espiritual del mundo y de la vida en un sistema de pensamiento cuya musicalidad sinfónica me seducía de la forma más honda”. A los dos, con días de por medio, los había hallado en una vieja librería, y había comprado algunos de sus libros por su afán de poseer libros, y por su especie de superstición de considerar que con que los libros estuvieran en los estantes de su biblioteca ya era suficiente, al menos por unos cuantos días, o meses. Si estaban allí, cabía la posibilidad de que algún día estuvieran en sus manos, y de que sus letras lo poseyeran.

Lo tocaron, lo influyeron, lo “decidieron”, por lo menos, por aquellos días en que acababa de cumplir 20 años y sólo pensaba en escribir y en el amor carnal, o en lo que él llamaba erotismo, y más allá, en el suicidio, pero no como un acto de sabiduría, como lo explicó, sino como un simple y llano huir de las turbulencias del amor y de la vida. Pensaba en escribir, y escribió. Y llenó libretas y libretas de anotaciones, y fue delineando su primera novela, un libro sobre burgueses en el que él, de alguna forma, era el primer burgués, el supraburgués, y por lo tanto, el protagonista. Nietzsche, Shopenhauer, el amor y el suicidio rondaban a Thomas Buddenbrook, el personaje principal de su novela, Los Buddenbrook, y no solo lo rondaban, sino que serían fundamentales en la preparación de su muerte. “La novela quedó acabada en los primeros meses del siglo, después de unos dos años y medio de trabajo frecuentemente interrumpido”.

El proceso del envío fue poco menos que dramático. A Mann se le regó parte del lacre ardiente con el que lo empaquetó encima de su mano y le provocó una profunda quemadura. Los folios estaban escritos de lado y lado de las hojas, y eran tantos, que tuvo que asegurarlos en el correo, ante la sonrisa perpleja del empleado, que recibió más del doble de dinero por asegurarlo que por el envío a la editorial Fisher. Por fin, luego de cientos de dudas, el manuscrito llegó a Fisher. Thomas Mann, por su lado, tuvo que alistarse en el ejército para cumplir con su servicio militar obligatorio. De cuando en cuando recibía cartas de Fisher en el que le decían que su trabajo había llegado, y otras en las que le preguntaban si no podría editar algunas partes, pues el libro era sumamente extenso. Entre aquellas peticiones, y el ejército, Mann se debatía entra la cordura y la locura.

“Las dudas y los escrúpulos, muy justificados en apariencia, que entre tanto habían atormentado a la editorial de Berlín a causa de mi novela, habían sido vencidos. Sin duda ello se debió en parte a una carta que escribí a Fisher, a lápiza, desde el hospital militar; en ella rechazaba su sugerencia de que recortase la novela, diciéndole que sus dimensiones constituían una propiedad esencial de la misma, y que no se las podía tocar. La carta, escrita de corrido, a lápiz, y en medio de grandes preocupaciones, era una carta emocionada y, por imperio de la necesidad, hábil”. Fisher publicó Los Buddenbrook a finales del año de 1900, aunque llevara fecha de 1901, en dos volúmenes, con una tapa amarilla. El libro costaba doce marcos. Durante los primeros meses, como repetía el mismo Mann, nadie quería gastarse tanto dinero en dos tomos hoscos de un autor oscuro.

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.[email protected]
Conoce más

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar