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Crecer en un país violento, temeroso e injusto nos ha llevado a escuchar y al mismo tiempo a pronunciar durante toda nuestra vida la palabra guerra. En estos años de violencia hemos sido tocados de alguna manera por ella, pero ¿cuántas veces la hemos vivido? ¿Cuántas veces hemos disparado un fusil? ¿Cuántas veces hemos salido de nuestro hogar por miedo a ser asesinados? Este es el caso de los niños y las niñas de Colombia que son protagonistas de las crónicas consagradas en Crecimos en la guerra y que siguen caminando por la vida a pesar del dolor que les causó haber sido víctimas del conflicto armado.
Ellos de vez en cuando miran las montañas que se encuentran tan lejanas y en ese preciso momento recuerdan todo lo que dejaron atrás. Algunos de ellos no quieren volver a las veredas y los lugares que los vieron nacer. Aunque aquí en la ciudad tienen más oportunidades, le siguen temiendo a los amaneceres inciertos y a las noches silenciosas.
"Cuando estaba en el hospital de Popayán, Mónica sintió deseos de lanzarse del tercer piso. “¡Déjeme morir!”, le pedía al médico. “¡Soy muy niña para no tener una pierna!”. Pensaba que era la única niña sin pie en el mundo entero y sentía que nadie la iba a querer. Odió la silla de ruedas y la primera prótesis que le hicieron allá. “Era fea, de dedos morados”, decía. En el CIREC las cosas cambiaron: “Cuando llegué, y vi que había más niñas iguales, me calmé”. Se tranquilizó al ver a varios empleados sin una mano, sin un pie. La gran lección se la dio un hombre ciego. Le mostró que podía distinguir, entre un montón de monedas, las monedas de $200. Mónica quedó asombrada. Él la abrazó y le dijo: “Usted sin un pie también puede caminar”.
Manuel fue abandonado por su mamá a los tres años. A causa de este sufrimiento trató de llenar el vacío con el amor de sus abuelos y su hermano menor, pero la pobreza y la necesidad lo llevaron a tomar la decisión más difícil de su vida: “Yo estaba en cuarto, en la escuela. Tocó dejar el lápiz y coger el fusil”. Los días que más detesta Yesica son los viernes y los sábados, pues resultan ser los días de limpieza en los que hombres encapuchados, siguiendo las órdenes de sus jefes durante la oscuridad, llegan a su barrio en una camioneta negra y matan a cualquier persona que se les ponga en frente. Estas son algunas de las historias que Pilar Lozano nos cuenta en su libro de crónicas, relatos que son desgarradores, pero a su vez perturban la conciencia de un país que sigue olvidando.
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¿Cómo llegan estas historias a su vida? ¿Qué la llevó a tomar la decisión de escribir estas crónicas?
Durante 40 años fui periodista y cubrí el conflicto. Me dolía mucho ver cómo la guerra dejaba huellas profundas en niñas, niños y jóvenes. Como paralelamente era escritora de literatura infantil y juvenil, quise contar esta realidad y fue gracias a una beca del Ministerio de Cultura que pude realizarlo. Crecimos en la guerra, de los 20 libros que tengo publicados, no es el único que aborda este tema.
Era como mi sombra es una novela juvenil sobre dos amigos que crecen juntos en un caserío lleno de carencias y terminan en la guerrilla. Historias de un país invisible son crónicas sobre niños que, de la mano de adultos soñadores, le han hecho el quite a la violencia en cuatro sitios del país.
Pilar, usted pudo conocer y compartir con estos niños y niñas que han sido víctimas del conflicto armado ¿Cómo transformó su vida conocer aquellas historias?
Sufrí mucho haciendo este libro y me dejó en evidencia lo insensibles que somos frente al dolor de los más pequeños. Este es un país que vive de espaldas a sus niños y jóvenes ¡y los menores de 18 años son el 35% de la población colombiana! Generaciones enteras han crecido viendo matar, haciéndole el quite a las balas, disparando…
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En su libro Crecimos en la guerra se presentan siete crónicas, ¿conoció usted más historias diferentes a estas? ¿Por qué decidió escoger las que se retratan en el libro?
Elegí temas -desplazamiento, masacre, secuestro, niños, jóvenes, soldados- y después busqué las historias. La lista era más larga, pero el tiempo que daba la beca para entregar el trabajo no alcanzaba para registrar todo. ¡Falta mucho por contar!
En este momento me encantaría incluir por lo menos otras tres realidades: la historia de un joven víctima de los mal llamados falsos positivos y la de un niño, o joven, víctima de desaparición forzada. También un relato sobre el hijo, o hija, de un líder social, porque son muchos los menores de edad que no han podido dormir tranquilos por años, pensando en que su padre o su madre será el próximo en la lista de líderes asesinados.
Estas historias usted las descubre entre el 2002 y el 2005. En ellas se evidencian el maltrato, el dolor y los sufrimientos de estos niños al perder a sus familiares, así como el dolor que les causó el abandonar sus tierras y el perder alguna extremidad de su cuerpo a causa de la guerra. Sin embargo, ellos, a pesar de la crueldad, siguen soñando. ¿Qué cree que los sigue motivando al levantarse cada mañana?
Difícil pregunta. Ellos deberían responder. No sé cómo estas personas tan golpeadas por el conflicto armado, tan golpeadas por un país tan injusto y tan desigual, puedan seguir adelante y no desfallecer. Para mí los protagonistas de mis historias son unos duros. Unos pocos han logrado ir a la universidad, otros sobreviven con trabajos precarios, pero hay algunos más que no han logrado encontrar su sitio en esta sociedad excluyente.
Desde la literatura y la escritura, ¿cómo cree que podríamos ayudar para que los niños y las niñas de Colombia no sigan creciendo en la guerra?
Un profesor me confesó que estuvo a punto de no trabajarlo en el aula: “Me dio miedo, es un libro duro. ¿Para qué más guerra?”. Pero unos colegas lo animaron. El resultado, según sus propias palabras, fue muy positivo: “Los alumnos se identificaron con muchas de las problemáticas que viven los jóvenes del campo: pobreza y no futuro”.
Pienso que a los niños hay que llenarles los bolsillos con historias fantásticas, con información, porque necesitan conocer el mundo, pero también es urgente alimentarlos con historias reales, de esas que nos hacen sentir que somos parte del momento y del país en que vivimos. Esa realidad sobre la guerra, en el caso colombiano, nos lleva a revisar la historia, a hacernos preguntas: ¿qué responsabilidad tenemos como ciudadanos para hacer posible una Colombia en paz? ¿Qué podemos hacer para que esto no se repita?
¿Recuerda usted alguna anécdota vivida con los protagonistas de estas historias en la cual al recordarla usted sonría?
Un día una niña, en Los Altos de Cazucá, donde trabajé el tema de la mal llamada limpieza social, empezó a narrar momentos muy importantes de su vida, pero estaba impaciente, quería irse a jugar. Le propuse un trato: tú me cuentas, yo anoto y cuando llene dos páginas de mi libreta nos vamos a jugar. Aceptó. Empecé a escribir con letra muy pequeña. Ella, entre risas, me acusaba de tramposa y yo, también entre risas, trataba de alargar ese momento al máximo…. ¡Era tan valioso lo que contaba! Me daba miedo que no se repitiera ese momento.
Por Elena Chafyrtth
