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¿Cómo llegó a la obra “Bakunin Sauna”?
Recibí una llamada de Victoria Hernández, la directora, para ofrecerme un papel en una obra de teatro. Hacía muchos años que no actuaba en teatro, no por falta de interés, sino porque la vida me había llevado por el camino del audiovisual. Por eso la propuesta me pareció una maravilla. Le dije que quería leer el texto, pero que casi seguro sería un sí, porque sentía muchas ganas de conectar con ella. La decisión se volvió aún más clara cuando supe quiénes estarían en el elenco: María Cecilia Botero, Alejandra Miranda, Germán Escallón y Fernando Montes. Todos con trayectorias impresionantes, actores de quienes tengo mucho que aprender. Sentí que era una oportunidad hecha a la medida. Y así fue como llegamos a este espacio particular: un sauna convertido en escenario. Creo que es la primera vez que hago teatro en un lugar así. Pero todo encaja. Ya estamos dentro de esta experiencia, con invitados especiales.
¿A qué reflexiones o lugares la ha llevado esta obra?
La obra gira en torno a tres jubilados que, tras dedicar su vida a una empresa con la que no se sienten identificados, deciden vengarse. Son anarquistas que se rebelan contra una directiva —que represento— y todo lo que simboliza el capitalismo. La historia, con humor e ironía, plantea cómo nunca es tarde para actuar con coherencia frente a lo que uno cree. También hay una crítica al “greenwashing”: empresas que hablan de sostenibilidad mientras hacen lo contrario. En mi vida soy vegana y trato de vivir según mis valores, así que interpretar a alguien que encarna esa hipocresía es incómodo, pero necesario. Hay una gran ironía ahí, y me interesa mostrarla: no se puede decir que se ama la vida mientras se destruye el planeta.
Su reflexión sobre los adultos mayores me hizo pensar en algo: la actuación puede ser muy ingrata con las personas de la tercera edad. Muchas veces, quienes dedicaron su vida al oficio terminan en el olvido o con papeles muy limitados, casi siempre estereotipados...
Gracias a que ciertas dinámicas han cambiado, creo que hay cosas estéticas o narrativas que han dejado de importar, o por lo menos las estamos cuestionando. Con los años se es mejor actriz o actor. La vida te ha pasado por encima, tienes más experiencias de dónde agarrarte, y hay una maduración profunda en la forma de entender lo humano, que para mí es de lo que se trata actuar: hablar de lo humano. Cuanto más has vivido, más capacidad tienes de comprender y transmitir eso. Siento que, en esencia, los personajes mayores no deberían ser figuras pasivas. Al contrario, tienen el potencial de accionar, de mover la historia. Sin embargo, muchas veces se les relega a papeles estereotipados —el enfermo, el viejito entrañable—, o se hace una especie de burla sutil sobre la vejez. Por eso es importante hablarlo y asumir una posición más transgresora: decir “me acepto así” y dejarme ser, sin caer en ese supuesto deber ser que nos exige vernos jóvenes todo el tiempo. Para mí, la verdadera belleza está en los contrastes. Me parecen mucho más interesantes las historias que exploran la complejidad de envejecer, porque ahí hay una belleza distinta. De hecho, creo que las etapas más jugosas de la vida vienen con los años. Es al revés: lo realmente sustancioso no está en la juventud, sino en lo que viene después.
Mencionó que este personaje no la representa fuera del escenario, quisiera profundizar sobre ese aspecto. ¿Habitar esas otras realidades la ha vuelto más empática o crítica?
Actuar es un privilegio, porque te da perspectiva y te llama a la empatía, incluso cuando no estás de acuerdo con el personaje. Para mí, es una forma de volverse mejor ser humano. Te confronta con tus propios prejuicios y te obliga a entender otras formas de pensar. Muchas veces uno juzga al personaje y después se pregunta: ¿por qué piensa así?, ¿cuáles son sus condiciones? Y ahí empieza el trabajo de conectar, de serle fiel a esa lógica interna. Al final, todos llevamos dolores, heridas, y desde ahí uno encuentra la humanidad del personaje, aunque no siempre sea fácil. Eso me ha llevado a entender cosas de mí misma y de mi entorno, solo por interpretar ciertos roles. Por eso siento que actuar es un privilegio tremendo.
Uno de los temas que trata la obra es la inteligencia artificial, algo muy debatido en el sector artístico. ¿Qué reflexiona del lugar que está tomando esto en el arte?
Este es uno de los espacios más humanos, donde opera todo el cuerpo. Por eso deben existir reglas éticas, como no usar el escaneo de alguien sin su consentimiento. No se trata de ir en contra de la tecnología, sino de usarla con conciencia. Hay herramientas útiles, como en la escritura, pero quienes sentimos, tocamos y olemos somos nosotros. Esa sensibilidad no se puede imitar de forma real. Las máquinas no sienten, y ahí está nuestra diferencia y fortaleza. En las artes vivas eso es evidente: sudamos, respiramos, nos exponemos. Eso no se puede replicar. Y también hay una preocupación ambiental, ¿cuánta agua se gasta para que funcione un ChatGPT? A veces podríamos pensar un poco más antes de buscar que una máquina lo resuelva todo. Usar la tecnología sí, pero con criterio. También tenemos una responsabilidad personal sobre cómo, cuándo y para qué la usamos.
Hemos hablado de lo ambiental, lo ético, lo político y de ciertas hipocresías de la industria. Quiero preguntarle, ¿le genera ansiedad pensar en el futuro? ¿Siente que todos estos factores alimentan esa inquietud?
A veces sí me da ansiedad, incluso ansiedad ecológica. Me angustia pensar en todo lo que no reciclamos, en cómo creemos que la basura desaparece solo porque ya no la vemos. Pero no desaparece, solo se traslada, y la Tierra tiene que cargar con eso. Me preocupa si realmente vamos a aprender algo, si vamos a entender que estamos desangrando el planeta.
Se dice que esta obra defiende la memoria como resistencia y la rabia como revolución. Hablemos sobre lo último...
La rabia es revolución porque te muestra tus límites, te revela con qué ya no estás de acuerdo. En ese sentido, es como una guía, algo que te señala lo que te afecta, lo que ya no puedes tolerar. Y por eso es valiosa: te obliga a tomar postura, a decir “no” frente a lo injusto. Sin rabia, a veces no hay cambio posible. Pensando, por ejemplo, en el cuidado de los adultos mayores o en políticas injustas, hay que plantarse y exigir algo distinto. Claro, una rabia sin rumbo puede volverse destructiva. Pero cuando está canalizada puede ser profundamente reveladora y transformadora.
El teatro tiene algo único: exige poner el cuerpo en escena, estar presente en tiempo real, vulnerable frente al público. ¿Cómo ha sido para usted esa experiencia de exponerse así, tan directamente, frente a otros?
o último que había hecho era microteatro, algo más breve. Esta obra es mucho más física: mi personaje es violentamente confrontado, así que tuvimos que trabajar coreografías para evitar lesiones... aunque igual tengo morados por todas partes.
Esa exigencia corporal activa todo, te saca del control y te lanza al abismo. Pero como dicen, la escena no miente: todo lo que has trabajado se ve ahí, en vivo. Hay mucha vulnerabilidad, sobre todo porque estamos en un sauna, con cuerpos expuestos, edades distintas, inseguridades a flor de piel. A mí me sacuden, se me ve el cuerpo, partes con las que me siento más o menos cómoda, y eso también se trabaja. No solo es el personaje, es cómo estoy yo con mi cuerpo en escena. Es potente, incómodo a veces, pero también es liberador, una forma anárquica de estar en escena. No es fácil, pero se hace.
¿Qué agradece de su oficio?
Me hace más vulnerable, pero agradezco esa vulnerabilidad porque es una forma de entendernos mejor como seres humanos. Ponerme en esas circunstancias me ha hecho cuestionarme más, preocuparme más por lo que somos. Siento que la vida se construye a partir de preguntas, y eso me gusta. Me ha permitido trabajar en mí como persona, más allá de si me gustan o no los resultados. Hay algo valioso en poder sentirse así, más abierta, más conectada con lo que somos.

Por Samuel Sosa Velandia
