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Schopenhauer nació en 1788 en el hogar de un banquero y una intelectual. El padre, que se ocupaba de negocios internacionales y aspiraba a que su hijo hiciera lo mismo, le puso Arthur porque es un nombre que se escribe y pronuncia casi igual en todas partes, y le dio desde el principio una formación cosmopolita.
El banquero iraba a Inglaterra, «patria de la libertad y de la inteligencia», leía a Voltaire y poco más, odiaba la injerencia de Prusia en su ciudad, Danzig, y mudó la familia a Hamburgo. Cuando Arthur le manifestó el deseo de estudiar literatura o filosofía, aceptó con la condición de que primero viajara, aprendiera lenguas y trabajara en comercio. Arthur aceptó a regañadientes, vivió dos años en París, en 1803 fue internado durante dos años en un colegio de Inglaterra, luego estuvo empleado de una casa comercial de Hamburgo y fue profundamente desdichado. Por fortuna su padre murió pronto, se ahogó en un canal cercano a su casa, quizá borracho, aunque la versión oficial fue «suicidio». Arthur tenía 18 años.
Gracias a esta desgracia el joven Arthur Schopenhauer pudo abandonar su insoportable empleo y, apoyado por su madre, volvió al colegio y fue a la universidad. Sin embargo, el resto de su vida extrañó a su padre y mantuvo relaciones muy tensas con su madre y con las mujeres en general, al punto que no es exagerado decir que fue misógino siempre y murió solterón. Sus relaciones con las mujeres fueron apenas sexuales, actividad que consideraba de vital importancia:
Kant sostenía que, a menos que aceptemos que somos individuos que toman decisiones libremente, no tiene sentido hablar de ética. Schopenhauer replicó que no elegimos libremente nada. Somos esclavos de nuestras necesidades físicas: el miedo, el hambre y sobre todo el sexo. Con su expresivo estilo escribió: «El sexo es el fin último de casi toda aspiración humana. Es capaz de introducir sus cartitas de amor y sus mechones de pelo en los portafolios de los ministros y en los manuscritos de los filósofos». (John Gray, Perros de paja).
Publicó <i>El mundo como voluntad y representación</i> de su propio bolsillo y se marchó a Italia a esperar los claros clarines de la gloria... que nunca sonaron. Los 47 ejemplares que se vendieron, de un tiraje de 500, sólo recibieron como comentario un silencio unánime y helado, hecho que lo amargó hasta el tuétano.
La madre escribía novelas y tenía un salón frecuentado por intelectuales de Weimar, la ciudad escogida por la señora luego de la muerte de su esposo. A Schopenhauer no le gustaban las novelas de su madre, ni sus coqueteos con artistas y escritores, y a ella no la entusiasmaban los ensayos de su hijo, ni los libros que él leía, «literatura para farmacéuticos», los llamaba. «Llámalos como quieras», le respondió una vez Schopenhauer, «pero estos libros se leerán cuando ya no se encuentre ninguno de los tuyos ni en un almacén». «Sí, pero de los tuyos aún encontraremos la edición completa en el mismo almacén», replicó ella. (Manuel Freijó, Semblanzas de grandes pensadores, Editorial Trotta, pág. 299, Barcelona, 2020). No se resistían y, aunque trataron de vivir juntos varias veces, fracasaron siempre.
Él reconoció al final de su vida que su madre era una crítica severa y que gracias a ella su estilo se libró de dos defectos fatales: el sentimentalismo y la ampulosidad.
A los 21 años entró en la facultad de medicina de la Universidad de Gotinga. Leía de todo: física, mineralogía, historia natural, botánica, astronomía, meteorología, etnografía, derecho, matemática. Un año después se pasó a la facultad de filosofía, donde estudió las obras de Platón y Kant y descubrió, perplejo, que las «ideas» y las «cosas en sí» de estos pensadores coincidían con ciertas intuiciones epistemológicas que estaban despuntando en su cerebro. En cuanto a la filosofía sapiencial, influyó mucho en él la lectura de los Upanishad, concretamente la idea de que el deseo es una trampa. Desarrolló estas ideas en su obra central, El mundo como voluntad y representación, un trabajo que irarían Wagner, Nietzsche, Tolstoi, Mann y Borges.
Arthur Schopenhauer puso el punto final de El mundo como voluntad y representación en 1818. Como la modestia no era su fuerte, escribió en el diario: «Sujeta a la sola limitación del conocimiento humano, mi filosofía es la verdadera solución del enigma del mundo», una conclusión que Borges le pareció natural. Cuando escribió Otro poema de los dones, Borges hizo una lista de los sucesos que su corazón agradecía e incluyó a Schopenhauer, «que acaso descifró el universo». Si le creemos a Bertrand Russell, Schopenhauer creía que algunos párrafos habían sido dictados directamente por el Espíritu Santo («Historia de la filosofía occidental», Arthur Schopenhauer).
Aquí mismo Russell afirma que «En Hamburgo cayó bajo la influencia de los románticos, especialmente Tieck, Novalis y Hoffmann. De ellos aprendió a irar a Grecia y a menospreciar los elementos hebreos del cristianismo. Otro romántico, Friederich Schlegel, lo confirmó en su iración por la filosofía india».
Medía menos de seis pies, era fornido, de hombros anchos, cuello corto y cabeza grande. Con su ropa cara, los ojos vivos, los labios gruesos y bien formados, y los rizos castaños, parecía más un dandi que un pensador.
El filósofo publicó El mundo como voluntad y representación de su propio bolsillo y se marchó a Italia a esperar los claros clarines de la gloria... que nunca sonaron. Los 47 ejemplares que se vendieron, de un tiraje de 500, sólo recibieron como comentario un silencio unánime y helado, hecho que lo amargó hasta el tuétano.
En el salón de su madre en Weimar conoció a Goethe. Los dos hombres pasaban noches enteras discutiendo de orugas, estratos geológicos y la piedra de la locura. También les gustaba inventar teorías sobre las percepciones, en particular sobre la visión y los colores, y despotricar de la «Óptica» de Newton, concretamente de su brillante teoría del color, dislate incomprensible en dos hombres con buena formación en ciencias. El caso es que ambos estaban más interesados en los efectos psicológicos de los colores que en la física y la geometría de las lentes y la luz. Estaban equivocados. Toda la óptica y el cromatismo modernos son newtonianos. Las emociones que los colores pueden suscitar (punto importante en un momento en que los románticos privilegiaban la emoción sobre la razón) son importantes hoy en los campos de la moda y la publicidad: colores fríos para la decoración de las heladerías, colores calientes para los negocios de comidas calientes, trajes oscuros para la noche y las ceremonias solemnes, trajes claros para los eventos diurnos…
Medía menos de seis pies, era fornido, de hombros anchos, cuello corto y cabeza grande. Con su ropa cara, los ojos vivos, los labios gruesos y bien formados, y los rizos castaños, parecía más un dandi que un pensador.
No usaba el idioma alemán para asuntos distintos a la filosofía. La discriminación de los rubros de sus cuentas la hacía en inglés, y las cifras las asentaba divididas por diez para disimular la magnitud de sus transacciones. Si gastaba 140 marcos en alimentación, por ejemplo, ponía 14. Para las cosas íntimas usaba el griego y, cuando éste no le alcanzaba, el latín. Era un liberal reaccionario que solo esperaba del estado protección para su vida y sus propiedades. En el fondo era un monárquico que despreciaba tanto las protestas sociales que le franqueó su balcón a un oficial del rey para que le disparara a la turba, «a la canalla», durante las revueltas populares de 1848. Escondía el oro en la alacena, entre los granos, y los títulos y las acciones en medio de los libros más impopulares. Dormía con dos pistolas cargadas sobre la mesa de noche.
Se cuenta que en Verona sufrió una crisis nerviosa porque pensó que había aspirado rapé envenenado por sus enemigos; huyó a Nápoles pero no se pudo bajar del tren porque la ciudad estaba asolada por la viruela, y fue a parar en Berlín, donde lo esperaba una epidemia de cólera que se llevó una buena presa: Hegel, un filósofo al que detestaba porque era más exitoso que él y además optimista. Hegel creía en el progreso y era un «apologista del Estado». iraba la epistemología de Kant pero atacó su filosofía moral acusándola de ser una versión secular del cristianismo. (agruparla con la cita de Kant de Gray).
Desde 1833 vivió en Fráncfort porque tenía «buenos cafés y buenos odontólogos y médicos menos malos que los de Hamburgo». Durante los 27 años siguientes fue religiosamente rutinario: se levantaba a las siete de la mañana, escribía hasta el mediodía, tocaba la flauta durante media hora y almorzaba en el Hotel Englisher Hof con su propio juego de cubiertos porque era maniáticamente escrupuloso. Regresaba a su casa y leía hasta las cuatro de la tarde, cuando salía a dar una caminata que terminaba siempre en una biblioteca pública donde leía el Times de Londres. Por la noche iba al teatro o a conciertos, cenaba en el Englisher Hof a las nueve de la noche, volvía a su casa, pensaba un rato (no leía de noche «para no arruinar los ojos») y apagaba las luces de su habitación a las diez de la noche. Parece que fue muy activo sexualmente, aunque no hay registros de esto porque el diario erótico que se encontró entre sus papeles fue quemado por el albacea, dice Freijó.
Era un liberal reaccionario que solo esperaba del estado protección para su vida y sus propiedades. En el fondo era un monárquico que despreciaba tanto las protestas sociales que le franqueó su balcón a un oficial del rey para que le disparara a la turba, «a la canalla», durante las revueltas populares de 1848.
No podía concentrarse si había ruidos que lo distrajeran, y en estos casos podía ser muy violento. Se cuenta que una tarde, molesto porque el parloteo de dos señoras en el pasillo de su habitación de hotel no le permitían escribir, salió, discutió con las señoras, una de ellas lo encaró, le dijo que estaba loco y que ella no pensaba callarse. Entonces Schopenhauer la empujó, la señora rodó por las escaleras, quedó con lesiones permanentes y el filósofo fue condenado a pagarle una pensión de por vida. Cuando la señora murió, escribió en su diario. «La vieja ha muerto, me libré de la carga».
Nunca pisó barberías, piscinas ni salas de manicure por temor a las infecciones, ni permitió que los barberos le afeitaran el cuello, zona que rasuraba personalmente. Nadie podía tocar sus cigarros ni las boquillas de sus pipas. «Para ser tan incrédulo de la realidad del mundo en general y del «yo» en particular, se ocupó bastante de él mismo», escribe John Gray. «Pero no son la vida, ni su personalidad ni su misoginia los factores que explican el olvido en que ha caído, sino su filosofía pesimista, que (al menos en lo que a Europa respecta) destrozó las esperanzas que el humanismo y la ilustración habían sembrado».
Murió de un ataque al corazón en 1860, a los 72 años de edad. Haciendo gala de su clásico estoicismo, el universo no se inmutó.
Conclusión
Schopenhauer cifró su pensamiento en la voluntad, un concepto difícil que no termino de entender. Parece una idea animista, que las cosas tienen alma, como afirmaba el Melquiades de Gabo y como pensaba Tales de Mileto («Todas las cosas están llenas de dioses») y como creía un señor que pulía lentes: «Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre», dice Borges en su famosa página «Borges y yo»). Parece una traducción ontológica de la inercia de la física de Galileo: los cuerpos conservan su estado de movimiento o de reposo mientras no intervengan fuerzas externas que lo alteren. La «Gaia» de James Lovelock, esa criatura esférica cuyos microorganismos somos los hombres, los árboles y las montañas, también es una idea animista, como el cosmos de Víctor Hugo. «El universo-hydra retuerce su cuerpo escamado de astros».
Todos los filósofos inventan o descubren una piedra angular, una base de donde partir, de dónde agarrarse en las arenas movedizas del pensamiento, una brújula en el laberinto. Confucio se agarró del cambio, la única constante del mundo (el pensamiento oriental es paradójico). Pitágoras vio en el número la esencia de las cosas: la Justicia era un cuadrado, el cero la nada, el uno el todo, la belleza un asunto de proporciones geométricas, la música longitudes de las cuerdas…
Platón descubrió una abstracción más general, la idea. Sí, detrás de las cosas estaba el número, pero detrás de las cosas y del número estaba la idea: una rosa es en tiempo; la rosa, en la eternidad. Descartes se aferró a su cerebro, o a la conciencia, el único punto sólido que encontró en medio de un mundo gaseoso: «Pienso luego existo» fue su providencial ansiolítico. Kant pensaba que detrás del suceso estaba la cosa en sí. Schopenhauer creyó que la esencia última del ser humano era la voluntad, el arisco concepto que yo trato (inútilmente) de apresar en estas líneas.
¿Por qué, me pregunto, cifrar la esencia del ser humano en la voluntad, esa fuerza cambiante y débil si la comparamos con los instintos y las emociones?
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