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<i>“¿Qué duración tiene un día, cuando una está muerta?”</i>
Robert Graves (La hija de Homero)
Cómo me gustaba caminar sin pisar rayas cuando estaba chiquita. Y saltar de una baldosa a otra. Y correr. Y bailar. Apenas me alcanzo a ver en esos años, en esa infancia ni dulce ni feliz, pero cuando de alguna manera podía ser yo, antes de que me empezaran a ver como una extraña todos en la familia. Solo siluetas borrosas de una niña de falda corta yendo de una parte a otra de la casa, jugando en el jardín, escondiéndose en el patio. Camino distinto ahora hasta la casa, mi casa, la que era mi casa desde que nací y de la que me volé un día, pidiéndole al chofer que me llevara lejos para dibujar una montaña. Ya no sé qué perseguía ¿un rayo de luz? ¿un color? ¿una transparencia que se pierde al cerrar los ojos? Es raro sentir que se llega donde queríamos llegar sin tener conciencia del camino. Atravesamos calles, eludimos obstáculos y nos encontramos de repente delante de una puerta abierta para recibirnos. No me pasa esta vez. Camino con las piernas temblando. No sé si quiero llegar ahora hasta mi casa. Allá están concentradas las miradas acusadoras de papá y mamá. No de mi hermana que, por lo menos, me defiende. O eso creo. Me gusta a veces ir contando mis pasos. Cuando lo hago los pensamientos se escabullen y se pierden mis miedos. Y vuelve la conciencia y mi pierna izquierda se adelanta, mi pie toca el piso mientras la derecha empieza a hacer su arco en estos pasos que quiero y no quiero dar. El miedo no me nubla la mirada, el reconocimiento al pasar frente a casas de estilo inglés junto a otras de arquitectura reciente que apenas si miro de reojo. Y, de improviso, veo un porche o un balcón tocado por un hilo de luz colándose también entre las ramas de un brevo o un cerezo. O tocando la rosa de un jardín. Teusaquillo y Palermo son barrios bonitos y tranquilos con calles amplias y limpias. Esta zona de Bogotá me encanta. Quiero eliminar mis pensamientos, pero vuelven con todo su tormento. Mi marido, mis tres hijas, los rumores, los chismes, el disgusto de papá, los regaños de mamá. Sus ruegos para que yo entre en razón. Y la mirada fría de papá. Claro, un hijo de rabino no puede entender el divorcio de su hija. Tan judía como él. Pobre. Sufre, sí. Pero qué puedo hacer. Yo no sabía lo que me iba a pasar. Nadie sabe lo que le puede traer el minuto que viene. Traté de explicarle que le he pedido a Larry el divorcio muchas veces. Pero nada que entiende.
Y Larry que no. Insistía en que lo había dejado todo por mí. Las hijas, me ha dicho cada vez. Que pensara en las niñas. Yo apenas alcanzaba a decirle algo y él volvía con la joda. Lo peor es que no ha podido entender que necesito vivir para crear. Únicamente he querido eso. Sólo quiero eso. Nada más. Pero él lo ve como mi hobby, como si lo mío no pasara de ser un pasatiempo de fin de semana. Debes cuidar tus hijas era su cantaleta. Y sí, yo las quiero, pero ¿cómo voy a dejar de ser la que soy simplemente por parecer una buena mamá? Y hay algo en el ambiente que me llama. Y voy a pie o me subo en un bus distrital, o bajo hasta la 19 a tomar el trolebús, y llego al centro a buscar a Marta y a Jorge. Siempre en el Excelsior, el Automático, en El Cisne, la Sixtina o el Telebolito en la calle 24, cuando Marta sale de la televisora nacional después de su programa de historia del arte. Ir por la séptima con su algarabía de almacenes de discos que compiten a todo volumen para atraer a sus clientes. Ir por la séptima es estar en el mundo. Todo está cambiando. Tengo que estar aquí, sin importarme todos los castigos que se me vienen encima. Quién puede entender que yo prefiera salir a la calle y buscar afuera lo que no encuentro en casa. Alguien que entienda lo que me corroe por dentro y que alguna vez será chatarra. A lo mejor. Con el paso del tiempo.
El domingo fui a buscar a mis hijas y encontré la casa sola. Vacía. Los vecinos dicen que vieron a Larry subirse a un taxi con las niñas, el sábado. No saben nada más, pero me miran raro. Que las dejaba solas todo el tiempo, decía Larry. Que las dejaba con la niñera y las muchachas del servicio. Que las niñas necesitan estar con su mamá, repetía y repetía. Todavía me duele la mano que él me aplastó para que dejara mi capricho de artista. Qué artista ni que demonios. Me dijo. Vas a tener que aprender a ser mamá. Lo único que sé es que quiero ser dueña de mi propio destino. Nada más. Y dejarme llevar por ese fuego que me quema por dentro, por esa fuerza que me dice que tengo que ser yo. La mujer. La artista. Marta me ha dicho que lo que yo quiero hacer es verdadero arte. Es lo que importa. Qué mejor manera de mostrar un mundo mecanizado que a través de esas máquinas muertas. Máquinas que imagino y todavía no me atrevo a hacer. Construcciones abstractas de piezas de metal. Tengo tantas figuras en mi cabeza. Tengo tantas. Como en ese sueño que se me repite donde subo al cielo por escaleras de distintos metales que debo ir ensamblando para poder llegar y floto por momentos entre un tramo y el otro. Y quiero prepararme para ser mejor. Y darlo todo.
El miedo está ahí, agazapado. Si lo dejo salir, me paraliza. No puedo dejar que los demás me tuerzan el camino. No puedo dejar que todos hagan conmigo lo que les da la puta gana. Aunque parece que estoy condenada a ser incomprendida y maltratada. Yo qué sé. No puedo cambiar mis tubos de colores, las témperas, las acuarelas por talcos y pañales. No. No puede ser. Pobre papá. Anda preocupado conmigo. Pero él tampoco entiende. Dice que la comunidad comenta, que no es bueno que yo ande de aquí para allá y de allá para acá, sin ton ni son. Que Larry tiene razón, dice, que la comunidad tiene razón, dice, que todos tienen razón, menos yo, dice. Pobre, pero qué voz del padre ni que mierda.
Parece que el espacio se expande y contrae según lo que vamos sintiendo. Distancias cortas que se vuelven muy largas y muy largas que se hacen más y más pequeñas. Mis piernas largas ojalá fueran más cortas hoy y extender la distancia hasta la casa. Perder la cuenta de mis pasos, deshacer lo andado tantas veces. Hacer del camino la meta misma. Pero quiero verlos y saber si es cierto lo que me ha dicho mi amiga Esther: que para papá ya estoy muerta, que lo único que falta es hacerme un rito fúnebre.
Ser yo, yo misma. Yo misma. Yo misma. Tengo que ser capaz de desprenderme, ser sorda y saltar sobre las voces que me amarran a lo que no quiero. Y el arte es mi salvación, el arte, me sirve de bandera, de meta, me da lugar en este mundo maltrecho, injusto. En el Central Park vi gente recogiendo basura para comer, buscando un lugar para pasar la noche sin que lo notara la policia. Me dolió en el alma. El mismo dolor que me paraliza a veces. El dolor de vivir y sentir que el mundo está mal hecho. Y tan torpe yo, tan ingenua empeñada en casarme con Larry, creyendo que por haberme conocido en la escuela de arte podía entenderme, podía comprender mi necesidad de pintar, de dibujar, de dejar salir esa cosa que me inunda. Y qué va. Nada. La desilusión y luego sentir crecer en la barriga a otro ser, sentir esa sensación de poder, la sensación de la creación misma. Qué sabe Larry de todo esto. Tampoco papá lo sabe. Cómo se me ocurrió casarme, cómo se me pasó por la cabeza que ese tipo podía entender eso que yo misma no entiendo, esa necesidad misteriosa, sin nombre, de coger un pincel y pintar o moldear la arcilla hasta encontrar la forma que diga lo que siento. Un poco como mi cuerpo mismo antes de parir. Palpar, dejar que el tacto descubra el latido bajo la piel, el otro latido que empezaba a palpitar dentro de mí. Y luego vivir la sensación de un doble corazón dentro de mí. El palpitar, primero, el asombro, después. Ver esos ojitos azules que me miran. Y la emoción, el goce. Hasta las lágrimas. Y ese olor, el aroma del cuerpo recién nacido y otra vez el asombro al ver que una vida brotaba de la mía. Las dejo solas sin dejar de quererlas, como otras mamás de Bogotá. Cómo no quererlas, si son tan lindas, si sus caritas me están pidiendo amor y amor es lo que tengo para dar. ¿Acaso no es amor el arte? ¿Acaso no es amor querer darle al mundo algo que nace desde los más hondo de mí misma? Las dejo en la casa con la niñera, sí, con la niñera. Sabiendo que están bien cuidadas. Y cuando vuelvo del centro, las encuentro bien y las arrullo, las cargo, les canto para que se duerman. Acudo a sus lloriqueos en las noches. A veces no duermo por darle de mamar a la más chiquita. No puedo dejar de pensar en mí. No puedo descuidarme si quiero llegar a alguna parte, si quiero dejar una obra, algo que valga la pena, que deje salir eso que se agita y que hace rabiar a papá, a Larry, a los que están tan cerca, pero que no me entienden ni les interesa entenderme. Me gusta moverme por la ciudad, ir por aquí y por allá, ir caminando hasta el centro, subir por la cuarentaicinco hasta la séptima y darme el septimazo. Cuando mataron a Gaitán, hace seis o siete años, esa carrera vio a la gente corriendo con machetes en la mano y hubo incendios. Hubo pánico en la casa. Hasta papá llegó a decir que no había sido buena idea venir a Colombia, pero yo nací aquí y me siento más colombiana que ninguno. Me gusta el frío de aquí. Cuando me mandaron a terminar bachillerato en Nueva York, yo extrañé todo. Hasta las insípidas arepas. Hasta el chocolate caliente con queso, hasta los tamales. Todo me hizo falta. Y sí, también la pasé bien allá, sobre todo después de que encontré la escuela de arte y empecé a aprender el oficio, a dejarme llevar por la intuición. Sí, claro, claro que sí. Qué fortuna, qué bueno y ahora no voy a renunciar a eso así como así. Es raro, pero aquí esa sensación de cambio se siente, como si nunca hubiera pasado antes nada tan fuerte. Claro que está lo del bogotazo, pero esto es otra cosa.
Cómo me gustaría que esta vez, al volver no me dijera nadie nada. Que no me reciban como si fuera una puta, eso, así me siento, como una puta maltratada, una pobre mujer que no sabe portarse como se debe, como deben hacerlo todas las mujeres, esas que sí saben lo que es ser una una mujer decente. Y no una chiflada como yo. El mundo va cambiando y yo con él. De eso no se dan cuenta. nadie se da cuenta, acaso. Pero, no sé, como que aquí esas ráfagas de cambio se notan mucho más. En Nueva York era como más natural. Como si eso fuera lo normal. Tan tonta yo al creer que empeñarme en el matrimonio era otra forma de tener libertad. Larry parecía tan comprensivo, tan dispuesto a no sé qué, a algo así como enfrentar el futuro, a estar conmigo siempre. Y verlo ahora, verlo como es ahora sí me hace sentir como una perfecta idiota. Mis hermanos me creen idiota desde siempre. La tonta de la casa. Tonta o loca, qué más da. No me gusta, pero he aprendido a tolerarlo haciéndome aún más tonta o más loca. Me mandan a estudiar a los Estados Unidos para salvar a la tontica y yo me dejo, pero ha valido la pena,. Qué sería de mí sin esa experiencia. Me pregunto si hubiera encontrado aquí el arte. Preguntas idiotas. No sé por qué las hago, por qué me empeño en cuestionarme, como lo hago ahora mismo con este miedo de llegar a la casa de mis padres, con ese miedo absurdo a su mirada, a esos rayos que salen de los ojos de papá. Con este temblor en las piernas, pero disimulando para que no lo vayan a notar. Han corrido rumores, sí, han corrido muchos rumores y en la casa no saben cómo hacer para que yo no sea como soy, para que yo deje mi capricho ese del arte. Lo mismo que Larry que esperaba que me quedara amarrada a una cosa que no puedo soportar. ¿Es así la vida? pregunto ¿puede ser así la vida, mi vida? No estoy dispuesta a transar. Caprichosa soy y siempre lo seré. Una caprichosa con razones. Es decir una caprichosa sin caprichos. Más voluntariosa que llevada de mi parecer. La voluntad de ser una mujer, en todo el sentido, una mujer real en un mundo real.
Sé lo que es el sexo. Me acosté con Larry antes de casarme porque me dio la gana. Si me hubiera quedado aquí, tal vez no me habría acostado antes de casarme. Tal vez. Quién puede saberlo. Ya no es tiempo de hacerme estas preguntas. Pero el sexo me gusta. Porque me gusta me casé con Larry. Porque me encanta hacer el amor, refregarme, untarme de flujos corporales, sentir el semen chorrear desde de mi boca al mamárselo. El gusto por el sexo y el amor se me confundieron, creo. No. Estoy ahora segura. Porque es otra cosa lo que siento cuando me encuentro con Jorge, pero el sexo con él es distinto. Tiene otro color, otro calor, otro tono, como si fuera de colores y no en blanco y negro como con Larry. Desde el último parto, sus manos me fastidiaban, me fastidiaba su mirada, aunque hacíamos el amor, sí, porque, como él decía, era mi deber de buena esposa. Pero yo cerraba los ojos y dejaba que mi cuerpo se escurriera por esa marea, por esa oleada de sangre agitada por un cuerpo, no importa que hubiera sido el suyo. Gozar, dejar que esta tela sensible que guarda mi cuerpo vibrara con el roce, con la presencia, el o de otro cuerpo. Dejar que me inundara esa sensación sin nombre de todo un cuerpo convertido en órgano, instrumento que guarda melodías, armonías, sonancias, consonancias y disonancias en ese concierto corporal que cantan en silencio los cuerpos que se enciuentran. Bibbidi-Bobbidi-Boo. Y vuelve la canción a resonar en mi cabeza. No sé por qué, si no soy ninguna Cenicienta, ningún hada. Si solamente era una muchachita recién salida del colegio cuando conocí a Larry. ¿Me enamoró? Ya ni lo sé. Pero hizo lo que cualquier pretendiente gringo hace para enamorar a una mujer: flores, chocolates, cenas, invitaciones a cine. Invitaciones a bailar con la orquesta de Benny Goodman o Glen Miller, paseos por el Central Park. Hasta me llevó a Broadway a ver un musical que me aburrió. Él seguía su libreto. Cumplía con las costumbres. Como me conoció en la escuela de arte, supuse que me entendía, que comprendía mi necesidad de pintar, de dibujar, de relacionarme con las formas, las líneas, el color, la arcilla, los materiales que servían para expresar ese mundo sin palabras que me hierve en la sangre, que me hace sentir, no como mujer, sino como alguien que siente la vibración del mundo. La vibración de ese momento de mi vida. No sé si me deslumbró, pero me sirvió para abrir otra puerta y pasar a otra manera de ser, de vivir. Para pasar a otra dimensión. Una experiencia nueva. Para librarme de esa mirada de mis padres, de ese juicio constante sobre mi forma de ser. No había pensado en novios antes, no me imaginaba nada del amor. No sabía muy bien qué es eso. Fantasías con mi cuerpo. Siento que, de alguna manera, cuando una es artista, el cuerpo encierra siempre otros cuerpos. El cuerpo, con toda su organización, la lleva a una a tratar de entender el misterio de las cosas. Sí. Esos tiempos sin tiempo cuando me miro en el espejo. Ese cuerpo que cambia cada vez que lo miro, cada vez que lo encuentro y me extraño al encontrarme. Un cuerpo distinto cada día. Alcanzo a sentir esa ausencia de algo que nos quita el paso del tiempo. Hasta ese momento en que voy a morir, ese día misterioso en que no voy a estar más aquí. Maravillarme al ver mi cuerpo. Intuir que ahí, en la piel y debajo de la piel hay un mundo escondido, un mundo que en esos momentos, no sabía si era hecho de placer o de otra cosa. Y vino el matrimonio, con pedida de mano de rodillas, pobre Larry, con anillo de diamantes y todo. Y fueron mis padres a Nueva York y mis hermanos. Y la vida de casados en un apartamento pequeño y los roles y los roces. Y la vida cotidiana. Y la reina del hogar, aprendiendo a ser el ama de casa perfecta. Y, claro, el desencanto. Y la frustración y el derrumbe del sueño. Y ¿qué me digo ahora a mí misma? ¿Qué puede decirse una sobre lo que va viviendo, sino achacarle todo al azar o al destino? Pero si no creo en la predestinación ¿cómo me lo voy a explicar? Al final, sólo queda aceptar lo que trae cada día, aceptar lo que venga. Y mirar lo que vino y me condujo a ser la que soy ahora. Y, claro, soy diferente. No soy la misma de antes, ya no soy la muchachita que se iba al monte a dibujar una montaña sin saber muy bien por qué ni para qué. Preguntas estúpidas que no me habrían llevado a ninguna parte.
Le conté a Jorge que iba a decirles a mis padres que me iba de aquí. Que si no querían verme no necesitaban esforzarse. Le dije que sí, que me iría a Francia con él. No le pido aprobación. Solamente le cuento lo que hago con toda mi confianza. Me tranquilizó su mirada. El calor de sus ojos, ese abrazo cariñoso. Y, por primerta vez, sentí esa aceptación que no encontraba en nadie. Y me da rabia sentir que necesito protección, que espero siempre algo que nadie, finalmente, me puede dar.y la rabia me sube, pero no me la dejo ver. Lo aprendí en Nueva York, lejos de mi casa, lejos de mamá y papá y sus juicios y sus miradas, de su preocupación por mi rareza. El escándalo que armaron cuando cambié una letra de mi nombre, identificándome distinta. Una identidad nueva para esa mujer que empezaba a sentir el misterio del mundo, de la vida. Gesto tan simple y tan fuerte que me abrió el camino para encontrarme a mí misma. Una letra me cambia por completo, como si allí, en la zeta, estuviera el secreto del conjuro.
El camino se acorta, dos o tres cuadras más y estaré frente a mi casa. Una meta a la que no quiero llegar. ¿Qué me dirán si vuelvo así, sin avisar? No me espera nadie, ya lo sé. Esta mañana me puse a dibujar y otra vez del lápiz volvió a salir ese cuerpo de mujer preñada, esa forma redonda, llena que, de algún modo, está en cada cuerpo de mujer. No. No es que piense que es esa solamente la función femenina. Pero no sé por qué esa figura es lo primero que sale cuando me pongo a dibujar. Soy madre, lo sé. Estoy en esos dibujos que me han salido en estos días. A Jorge le han gustado, pero me dice que debo estudiar más, que en París podré aprender lo que no consigo estando aquí. Tal vez tenga razón. No sé. Una nunca sabe por anticipado lo que le pueda pasar. Pero París es París, como dice Jorge. Él tiene muchos amigos allá y está muy contento armando el viaje.
La distancia se acorta mucho más, solo es dar vuelta a la esquina y ya. Tres pasos más y giro a la izquierda. El miedo me asalta. Media cuadra adelante está la casa. Quisiera devolverme. Olvidar esta necesidad de ir a darles la cara. Pero si me devuelvo ¿cómo me voy a ver ante mí misma? ¿Con qué cara me voy a ver en el espejo? Mejor seguir y ya. Me asomo desde esta esquina y veo una fila de carros parqueados delante de mi casa. Carros de los amigos y ese viejo modelo del rabino. Qué raro. Algo grave debió pasar para que tanta gente viniera a visitarnos. Ahora me tiemblan más las piernas. Precisamente cuando quiero apurarme, me encalambro. De pronto vuelvo a ser la niña que fui y empiezo a andar en puntillas, como si pudieran espiarme. Como si estuvieran parapetados esperándome. Deseo ser invisible, pero mi estatura no me deja ocultar. Sigo así, en puntillas, como si no quisiera despertar a nadie de su sueño profundo. Me voy acercando. La fachada de la casa está ahí. Podría tocarla con la mano. Un paso más para cruzar el jardín pasando por la entrada al garaje. Alguien dejó abierta la ventanita del baño auxiliar. Tiene una ridícula cortinilla de tul bordada por mamá. También han dejado abierta la puerta del baño y las voces me llegan claramente. Dicen mi nombre y rezan todos la oración fúnebre, el kaddish. Lloran por mí. Papá reza, el rabino reza y todos dicen amén cuando les toca. Acabo de ser testigo de lo que ningún muerto ha podido: acabo de vivir lo que es la muerte.
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Por Jaime Echeverri, especial para El Espectador
