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Cuando a Charles Augustin Sainte-Beuve lo encasillaban como modernista, él respondía a favor de los clásicos. Cuando lo tachaban de clasicista, él contestaba que “Hay pocos animales más temibles que un hombre comunicativo que no tiene nada que comunicar”. Pese a sus respuestas y a las clasificaciones, y a algunos datos, unos cuantos hechos eran irrefutables, porque Sainte-Beuve nació en 1804, poco después de que hubiera estallado la Revolución sa, con sus consecuencias de anarquía, libertinaje y de terror, y aprendió a leer mientras Napoleón Bonaparte transformaba a Francia y a gran parte de Europa, y aprendiendo, se encontró con textos de Voltaire y de Diderot, de Chateaubriand y La Rochefoucauld, que lo perturbaron y marcaron. La historia y la gran historia iban y fueron sucediendo a su alrededor.
Lo influyeron. Lo determinaron, aunque fuera imposible medir aquel influjo, para un lado o para el otro. Como escribió Juan Malpartida en la revista Letras Libres, “La obra de Sainte-Beuve, una de las más complejas y ricas de su tiempo, nunca dejó de estar impregnada de romanticismo y desde muy temprano es deudora del clasicismo formalizador, adverso a todo exceso y desequilibrio aparente. Pero Sainte-Beuve escribe desde los años veintitantos hasta finales de los sesenta del siglo XIX y, por lo tanto, es hijo de un tiempo marcado —especialmente al final— por el cientificismo y el realismo: el modelo teórico, que vio siempre a cierta distancia crítica, y la observación empírica, pero deformada en su caso, como veremos, por un afán moral, constructivo”.
Para él, la belleza iba mucho más allá de una simple y superficial estética, o por lo menos, de lo que solía llamarse estética en el siglo XIX y desde aquel tiempo hacia atrás, y tenía como último objetivo instruir y esclarecer, comprender y hacer comprender, o ayudar a comprender, ampliar el conocimiento de los humanos, y convertirse así en un multiplicador de conocimientos. Algunos de sus amigos, o cómplices, y muchos de sus detractores, consideraron que en el fondo, Sainte-Beuve solo se buscaba a sí mismo, y que se aferraba a esa búsqueda para justificar su soledad y los delirios y resentimientos que fue acumulando. El arte, los artistas, su devoción por ellos, y al mismo tiempo su rencor hacia ellos, le daban fuerza para levantarse cada mañana.
En uno de los apuntes de su “Diario”, publicado en 1861, los hermanos Edmond y Jules Goncourt lo describieron como “Un hombre pequeño, bastante redondo, un poco pesado […]. Una gran frente despejada, remontándose hasta el cráneo calvo y blanco. Gruesos ojos, la nariz larga, curiosa, golosa; la boca ancha, de un dibujo desagradablemente rudimentario, la sonrisa abierta y mostrando unos dientes blancos, los pómulos saltones como los de los lobos, un poco batracio. […] El aire general es el de un hombre de provincia inteligente, saliendo de una biblioteca, de un claustro de libros bajo la cual tuviera una cava de generosos borgoñas, airoso y fresco, la frente blanca y las mejillas encendidas de sangre”.
Sainte-Beuve pensaba, como muchos de los ideólogos ses del siglo XVII, que la belleza debía tener como fin esclarecer, instruir, ensanchar la mente y el corazón del hombre. Por eso defendió hasta morir el arte y las obras de arte que le parecían dignas de defensa, o de inmortalidad, y combatió otras que iban en contra del refinamiento y el equilibrio. Estaba convencido de las capacidades y del talento de Balzac y de Víctor Hugo, pero censuraba el poco cuidado que tenían a veces en sus textos y con sus textos, y la desmesura en algunos de sus pasajes. Cien años después de su muerte, y muy lejos de la Francia de Sainte-Beuve, Ernesto Sábato se basó en las habladurías que había leído y lo cuestionó por haber criticado a Honoré de Balzac.
En “Abaddón el exterminador”, escribió: “Cuando aquel resentido de Sainte-Beuve afirmó que jamás ese payaso de Stendhal podría hacer una obra maestra, Balzac dijo lo contrario. Pero es natural: Balzac había escrito La Comedia Humana y ese caballero una novelita cuyo nombre no recuerdo”. La novela de Sainte-Beuve, “Voluptuosidad”, relataba la vida y la historia de un personaje llamado Amaury, que según algunos de los lectores de la época, era una especie de alter ego del autor. En palabras de Malpartida, “A diferencia de Amaury, su crisis espiritual no desemboca en el retiro monjil sino en una entrega de por vida a la crítica literaria, en la que se desenvolvió en muchos momentos con algo de monje ilustrado: el retiro libresco y algún ama de llaves complaciente”.
Amaury se dedicó al sacerdocio para olvidarse de sus amores fallidos y superar sus reiteradas derrotas. Sainte-Beuve se decantó por la crítica, y como su personaje, huyó, pese a que en “Voluptuosidad” no dejó del todo claro las razones. Según el escritor italiano Mario Bonfantini, “Sainte-Beuve no supo o no quiso confesarse en su novela. En cambio hablará de sí, con mayor sinceridad, mucho más tarde, en ciertas fugaces confesiones de crítico”. Cuando escribió su novela, la única, tenía 30 años. Ya contaba con algunos fracasos con las mujeres, y con otros cuantos en la vida literaria. Aquellos reveses lo llevaron a una suerte de transferencia de sus pasiones hacia el arte, porque en el arte todo era posible, y más que nada, bello.
Era un “romántico enclaustrado”, como lo definieron los hermanos Goncourt. En las letras y en la belleza encontraba aquello tan difícil de definir que no lograba aprehender en el amor y en las mujeres. En sus inconscientes juegos de traslaciones, brincaba de un lado a otro en busca de lo puro, de lo espiritual. Jamás dejó de buscarlo. “La mayor parte de los hombres famosos mueren en un verdadero estado de prostitución”, decía. Como humano y simple humano, o como escritor o crítico, necesitaba saber. Llegar al fondo. Las obras de arte eran consecuencia de miles de vivencias de los artistas. Él quería desentrañar cuáles eran y por qué y cómo se habían producido. De alguna manera, hurgando en los demás, hurgaba en sí mismo. Como escribió en “Pensamientos y máximas”, “Sólo tengo un placer, yo analizo, herborizo, soy un naturalista de las almas”.

Por Fernando Araújo Vélez
