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Para despedirse de la vida, José Raquel Mercado dejó saldadas todas sus deudas. En una carta escrita a mano con letra cursiva, el reconocido líder sindical escribió la fecha “19 de febrero de 1976” y dio instrucciones precisas para cumplir con los asuntos pendientes.
Llevaba cuatro días secuestrado por la guerrilla del M-19 y la incertidumbre se hacia cada vez más desesperante. “Estimado Carlos. Te adjunto la carta para que cobres en la caja el cheque… Gira a mi hijo Eduardo $2.000. Empresa de Energía Eléctrica $3.000… Le das $1.500 a la casa para comida. No dejes de pagar la inmobiliaria. Le dices a Tabares que vaya donde mi mamá y vea qué le hace falta... Abrazo”, escribió.
La carta fue publicada originalmente en el periódico El Bogotano, luego de que guerrilleros enviaran copias junto a una fotografía de Mercado con un ojo golpeado y morado, custodiado por dos encapuchados con ametralladora y la espada de Bolívar, atrás una bandera del M-19.
En una mezcla de esperanza y dolor, a su hijo Eduardo solo le bastó leer los dos primeros párrafos de la carta para darse cuenta de que era real, que su papá no estaba desaparecido, sino secuestrado y que aunque herido, todavía estaba vivo. Al ver la fotografía, Eduardo se quitó las gafas de color carey: “Es él”, dijo entre lágrimas.
Esa fue la primera prueba de supervivencia de Mercado que conoció el país y una de las últimas fotos con vida del líder asesinado por la guerrilla el 19 de abril de 1976.
Su caso fue por mucho el episodio que marcó un punto de quiebre entre los ideales de esa guerrilla que buscaba dar golpes de opinión y de alto impacto político; fue uno de los primeros y grandes errores en la historia del M-19.
Mercado fue sometido a un “juicio popular” por esa guerrilla y en un comunicado publicado en El Espectador señalaron que era acusado de “traición a la Patria, traición a la clase obrera, enemigo del pueblo”. El M-19 abrió una especie de consulta para que fuera el pueblo el que tomara la decisión de asesinar, o no, a Mercado. La guerrilla publicó en los principales periódicos del país once preguntas para juzgar a Mercado, todas con respuestas únicas de “Sí”, “No”, sobre su supuesta relación con la oligarquía.
A los 15 días de su secuestro publicaron dos fotografías de Mercado jugando ajedrez, con lentes oscuros y la barba descuidada, después vino un silencio absoluto.
El 8 de abril el M-19 emitió la sentencia: Mercado fue condenado a muerte.
Al tiempo, la guerrilla exigió varios requisitos para dejarlo en libertad, pero el Gobierno no aceptó. Once días después, en la fecha conmemorativa del nacimiento de esa guerrilla, el cuerpo de José Raquel Mercado apareció abandonado y envuelto en sábanas frente al parque El Salitre en Bogotá. En su pecho llevaba un pequeño pedazo de tela con la leyenda “M-19”.
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A lo largo de los 20 años de historia que tuvo esa guerrilla se convirtieron en “especialistas” en secuestro con más de 500 casos a través de dos modalidades. El caso de Mercado se enmarcó en el secuestro político, que tenía como objetivo presionar al Gobierno a través de personalidades públicas o diplomáticas.
La financiación del M-19 a costa de las víctimas
La otra forma de secuestro del M-19 fue el extorsivo que se usó para obtener recursos que fortalecieron a la guerrilla y permitieron financiar propaganda en medios y operaciones.
El grupo armado secuestró, por ejemplo, a reconocidos empresarios como Donald Cooper, gerente general de Sears Roebuck and Co, el 4 de agosto de 1975. Este fue el primer “gran” secuestro extorsivo del M-19, que más tarde, en 1980 fue reivindicado por Jaime Bateman, máximo líder del M-19, siguiendo el ideal de autofinanciarse y no depender de países extranjeros.
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Bateman dijo que con el secuestro de Cooper habían recibido más de un millón de dólares que se invirtieron en “seminarios, periódicos, viajes y manifestaciones, en sus inicios apoyando a la Anapo (el partido del ex presidente Gustavo Rojas Pinilla) también en infraestructura de la organización guerrillera, casas, carros, empresas fachada, armamento, entre otros”, señala la historiadora Esmeralda Narváez, en su tesis “La Guerra Revolucionaria del M-19 (1974-1989)”.
Siguiendo la línea de los secuestros a empresarios para buscar financiación, el M-19 secuestró el 25 de marzo de 1978 a Miguel de Germán Ribón, fundador de la floristería Rosas Don Eloy. La prensa de la época detalló que ese sábado, varios de la guerrilla se disfrazaron con ropa deportiva y simularon jugar fútbol cerca a la casa de Ribón durante una hora. Posteriormente, para ejecutar el secuestro, se acercaron al carro de Ribón, lo bajaron a la fuerza, lo arrastraron y se lo llevaron. En la operación también habrían estado involucrados algunos uruguayos, militantes del movimiento guerrillero Tupamaros al que perteneció José “Pepe” Mujica.
En relatos recogidos por el Centro Nacional de Memoria Histórica, Luis Martín de Germán Ribón, hijo de Miguel, contó que tuvo que iniciar una negociación con los secuestradores para liberar a su papá, por lo que exigía constantes pruebas de supervivencia con preguntas que solo Miguel Ribón podía responder como el color del vestido favorito de la abuela.
Luis Martín también detalló que su papá estuvo retenido en lo que se conoció como la “cárcel del pueblo” durante seis meses. Según su descripción al CNMH se trataba de una casa cualquiera en un barrio bogotano en la que cavaron un sótano para adecuar celdas estrechas con espacio para una cama.
“Mis queridos, sáquenme de aquí porque me voy a morir (...) me están amenazando cercenar un dedo o la oreja o con matarme”, contó Luis Martín rememorando cartas que enviaba su padre. La familia tuvo que pagar 5 millones de pesos para lograr su liberación el 3 de septiembre de 1978.
Bateman explicó en un artículo de la época que a los retenidos los conducían hasta las cárceles del pueblo y reconoció que tenían cuatro: dos en Bogotá, una en Cali y otra en Caquetá. Además, notas del diario El Tiempo detallaron que se tenían planes para construir cinco cárceles más. Una de las órdenes más estrictas que se debía seguir en esos lugares es que si las Fuerzas Armadas descubrían la cárcel del pueblo, entonces todos debían morir, tanto secuestrados como secuestradores.
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Ese fue el caso de Nicolás Escobar Soto, gerente de Texas Petroleum Company. Soto fue secuestrado el 29 de mayo de 1978 y durante su cautiverio la guerrilla logró llegar a un acuerdo con la multinacional para pagar una suma de 500 mil dólares, pero tras errores en las transacciones provocaron demoras y la policía finalmente encontró la cárcel del pueblo.
Las versiones sobre el suceso están divididas. Algunos señalan que el M-19 activó una granada y murieron secuestrado y secuestradores, pero otras versiones apuntan a que fueron las Fuerzas Armadas quienes provocaron la muerte de todos. El M-19 respondió que “Escobar Soto fue detenido por razones puramente económicas. Era el representante de una gran empresa multinacional y fue ésta la que lo mató porque nunca quiso llegar a un acuerdo económico con nosotros. A Escobar la multinacional lo abandonó у quién lo mató al final fue el Ejército, porque sabía que esa cárcel no tenía salidas”, se lee en El Espectador.
En esas mismas cárceles del pueblo estuvo encerrada por dos años Camila Michelsen. La hija del banquero Jaime Michelsen, presidente del grupo Grancolombiano fue secuestrada por el M-19 el 24 de septiembre de 1985.
Con ese suceso se reactivaron los secuestros extorsivos luego del secuestro de Martha Nieves Ochoa, hermana de los narcotraficantes Fabio, Jorge Luis y Juan David, del cartel de Medellín, el 12 de noviembre de 1981.
A raíz de ese secuestro, los Ochoa crearon el MAS, Muerte a Secuestradores, el mito fundacional del paramilitarismo en Colombia. En una reunión de 200 narcotraficantes lograron juntar una suma de más de 20 millones de pesos que sería entregada a quien diera información sobre el paradero de Martha.
El MAS persiguió y asesinó a líderes del M-19 en Antioquia, por lo que la guerrilla decidió liberar a Martha Ochoa el 16 de febrero de 1982 y suspendieron los secuestros extorsivos hasta 1985.
Entonces, para volver a visibilizarse a través de esa práctica, el M-19 protagonizó el cautiverio más largo en el país para esa época. Camila tenía 20 años al momento de su secuestro y alcanzó a celebrar dos cumpleaños junto a sus captores, salió de 22 años. Los guerrilleros que la custodiaban, tres hombres y una mujer, le partieron un ponqué, le dieron una copa de vino y le cantaron el “Feliz Cumpleaños” para cuando cumplió 21 años.
Eran las 9:15 de la mañana del 24 de septiembre de 1985 cuando a Camila la sacaron de su salón de clases en el Instituto Politécnico Gran Colombiano por diez hombres armados que dispararon contra los que impidieron el secuestro, dejando herido a un vigilante y un estudiante.
El secuestro de Camila Michelsen tenía como objetivo presionar a su papá, Jaime Michelsen, por los daños causados a los ahorradores en el Grupo Grancolombiano que quedaron afectados tras la quiebra de 168 empresas, causado por el banquero que además fue señalado de fraude. La deuda inicial era de 23 millones de pesos, pero los intereses fueron sumando hasta una deuda total de 100 millones de pesos.
Durante su cautiverio, Camila Michelsen estuvo en habitaciones de tres a cuatro metros cuadrados totalmente insonorizadas por láminas de icopor y a las que poco o nada entraba la luz solar. Ella solo podía saber que estaba de día o de noche por medio de una bombilla que le indicaba con luz blanca que era la mañana y una bombilla verde que le decía que la noche iba cayendo.
La familia Michelsen llegó a un acuerdo con el M-19 para pagar una parte de la deuda, por lo que entregaron en total 500 mil dólares, pero la liberación no fue inmediata porque la guerrilla se tomó casi un mes revisando cada billete.
Hasta que el 30 de julio de 1987, Camila fue dejada en las escaleras de la Biblioteca Nacional donde fue encontrada por un periodista de Inravisión que la llevó al noticiero de las siete. Lo primero que pidió Camila al ser liberada fue una gaseosa. Sus hermanas la maquillaron y la peinaron para salir ante las cámaras de periodistas, dos años después de su secuestro.
De los secuestros a las tomas: la otra violencia del M-19
Con capuchas blancas rasgadas por dos aberturas a la altura de los ojos, los guerrilleros del M-19 se cubrieron la cara para protagonizar el gran robo de armas al Ejército. La operación fue bautizada como “Ballena Azul” y se ejecutó en pleno año nuevo, el 31 de diciembre de 1978. Además de conseguir recursos económicos a través del secuestro, esa guerrilla también llevó a cabo varias operaciones para conseguir armamento.
Una de las más famosas fue la del robo al Cantón Norte para lo que tuvieron que abrir un túnel subterráneo de 75 metros y llevarse más de 5.000 armas de fuego además de material de guerra.
Para la operación se alquilaron dos casas en el norte de Bogotá. Una de ellas fue utilizada para abrir el túnel, y en la otra se depositó la tierra que se sacó durante la excavación.
Tras la operación que parecía exitosa, las Fuerzas Armadas desplegaron una avanzada para capturar a los responsables. El Tiempo, en un artículo del 7 de abril de 1979 detalló la “intensa búsqueda de 200 del M-19”. La persecución se llamó Operación Colombia y derivó en las “detenciones arbitrarias” de varios dirigentes del M-19.
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Dos años después del gran robo de armas, el país sería testigo de uno de los hechos históricos más relevantes a nivel nacional e internacional el 27 de febrero de 1980.
Si no fuera por un encapuchado con boina y un cinturón de balas atravesado en su pecho, se podría pensar que la fotografía de 16 embajadores sonriendo alrededor de un pastel representaría un simple cumpleaños de un diplomático. Pero no se trató de una foto cualquiera, la escena hace parte de los momentos que se vivieron en la toma a la Embajada de República Dominicana por guerrilleros del M-19.
Durante una fiesta de independencia organizada por el embajador Diógenes Mallol y su esposa Margarita Mallol, un grupo de hombres y mujeres llevaron a cabo la operación que se llamó “Democracia y Libertad”. Algunos se hicieron pasar por deportistas que jugaban de vez en cuando partidos de fútbol en la cancha de la embajada y otros ingresaron al lugar como si fueran invitados. El guerrillero Rosemberg Pabón, quien se denominó Comandante Uno; y la comandante dos, Carmenza Cardona, o La Chiqui, ambos llegaron vestidos de gala.
El M-19 tuvo 50 rehenes, entre ellos 16 embajadores incluyendo a México, Estados Unidos, Venezuela y el Nuncio Papal. Todas las mujeres fueron liberadas. Entre ellas esposas de embajadores y viceministras.
Dentro de sus principales peticiones estaban retirar las tropas cerca de la embajada para garantizar la vida de los rehenes; la liberación de los presos políticos; y la entrega de 50 millones de dólares.
La acción de la guerrilla causó gran revuelo nacional e internacional, durante 61 días, varios medios periodísticos instalaron un campamento al que llamaron “Villa Chiva”, frente a la embajada y contaban minuto a minuto lo que ocurría dentro: anunciaron las veces que se pidieron víveres para el desayuno; narraron el escape del embajador peruano, Antonio Belaunde, justo cuando iniciaba la toma y replicaron los mensajes de tranquilidad que enviaban los embajadores. “Todo va muy bien”, dijo Virgilio Lovera, embajador de Venezuela, quien se asomaba por la ventana sonriendo.
Dentro de sus exigencias, el M-19 también incluyó elementos de aseo y víveres para cada persona. Entonces se enviaron a la embajada 60 cobijas, almohadas, cubiertos, platos, toallas y también 100 bolsas de basura. A la Cruz Roja le solicitaron jabones, cepillos de dientes y también máquinas de afeitar. Además les entregaron todo tipo de verduras, frutas, granos, embutidos, sopas, ollas y demás elementos para cocinar.
Según la prensa de la época, el segundo día de cautiverio, todos desayunaron changua, algo que por primera vez comían algunos embajadores como el de Haití.
La toma a la embajada terminó en la liberación de los rehenes en Cuba y en prensa, el M-19 resaltó estar satisfecho con los logros, aunque no se cumplieron todas las peticiones.
La herida profunda y abierta: la toma del Palacio de Justicia
Gabriel Andrade pensó que lo más grave que le podía pasar el 6 de noviembre de 1985 era presentar el examen final de Física en el colegio, pero no fue así. A mitad de la evaluación, la rectora lo sacó de clase para llevarlo en su propio carro hasta su casa en la carrera segunda con calle 66.
Recuerda que sus hermanos ya estaban allí y por los cerros se escuchaban las ametralladoras. Estaban todos en casa, menos su papá. “Fueron dos días de desasosiego. Ningún ser humano debe pasar por eso, ningún ser humano”, repite Andrade, casi 40 años después de la toma y retoma al Palacio de Justicia por el M-19.
Al día siguiente, tras la retoma al Palacio por el Ejército, que derivó en decenas de violaciones a los derechos humanos, desapariciones y torturas, el país entero se sumió en una herida profunda que hoy sigue abierta.
Ese episodio de violencia dejó más de 98 muertos, entre ellos once magistrados, más de veinte funcionarios asesinados y una decena de desaparecidos. Entre las víctimas estaba el magistrado Julio Cesar Andrade, el papá de Gabriel, quien ahora es abogado y litiga en su propio caso.
“El 8 de noviembre a mi me entregan una bolsa negra con una cédula quemada diagonalmente en la que se leían los nombres de mi papá. Una bolsa de 70-80 centímetros, yo supuse era mi papá. Alguien abrió la bolsa y me dijo: mire a ver si lo puede reconocer. Desafortunadamente, la dentadura de esa persona era muy similar a la de mi papá y la operación mental fue rápida: la cédula, la dentadura”, recuerda Andrade, tenía 17 años.
Al entregarles el cuerpo les pusieron la condición de no abrir la caja que iba totalmente sellada. Se fueron para Barranquilla, de donde habían llegado apenas año y medio antes escapando de la violencia y las amenazas. Allí lo sepultaron, por unos años. “Partimos de la buena fe desde el primer segundo, desde el primer día, pero nos engañaron”, explica.
Durante 32 años, la familia Andrade estuvo visitando al magistrado Julio Cesar en esa tumba, pero un día decidieron exhumar los restos que estaban en el cementerio y luego de seis meses les anunciaron lo que Gabriel Andrade describe como “una segunda tragedia”. “Lo sentimos, pero ese no es su papá”, les dijeron tras hacer los cotejos en Fiscalía.
“Esa nueva posición nos puso en un escenario incómodo porque resulta que habían dolientes que llevaban toda su vida, irablemente, viviendo en la tragedia, que para nosotros no era tal porque teníamos un muerto, pero cuando nos quitaron al muerto y nos dejaron un desaparecido, siente uno la tierra blandita”, narra Andrade entre silencios.
Sabían que el proceso de exhumación y cotejo iba a ser doloroso, pero en palabras de Andrade, fue la decisión correcta porque “una duda de ese tamaño no podía quedarse irresoluta”. Y fue a través de ese episodio que lograron dimensionar el tamaño de la desgracia.
“Nada de lo que nos habían dicho era cierto. Todo fue un discurso para enmascarar una especie de dicotomía. Entre el Estado y la subversión se encargaron de acuñarlo. A la guerrilla se le permitió trabajar la idea de que habían ejecutado un acto político y durante mucho tiempo creímos que la tesis del delito político era normal porque mediáticamente normalizaron la toma del Palacio, hubo una especie de legitimación tanto de los crímenes del M-19 como de los crímenes del Estado”, explica Andrade.
El perdón insuficiente de los ex M-19
Con todo esto, y más en los hombros, la guerrilla firmó un acuerdo de paz con el Gobierno de Virgilio Barco, pero no hubo espacio para las víctimas.
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Aunque el indulto fue la única salida que se le ofreció al M-19 para hacer la paz, ese proceso dejó una gran deuda con la verdad y el perdón.
Si bien algunos ex de esa guerrilla reconocen la toma del Palacio como el máximo error, “un desacierto”, e incluso personajes como Antonio Navarro y Otty Patiño han pedido perdón por lo sucedido, al final la acción se ha quedado corta para las víctimas que han esperado un acto por lo menos público, no privado.
“En repetidas ocasiones ellos hubiesen podido reconocer el daño causado y tener un gesto mucho más humano y solidario frente al dolor de muchas personas. Sé que lo hacen de manera individual, de manera privada, no he visto que lo hagan de manera colectiva y en público, soy testigo de eso, y así no vale, así no sirve. No sirve lo que yo comparta en un espacio privado con uno de ellos si el país no es testigo de eso”, explica Helena Uran Bidegain, académica e hija del magistrado Carlos Horacio Uran, víctima del Palacio, quien además se ha dedicado a trabajar en temas de memoria.
En una nota escrita por El Tiempo, el 8 de noviembre de 1995, Otty Patiño, hoy comisionado de paz del Gobierno de Gustavo Petro, expresó su pedido de perdón “por razones éticas, no políticas”. Pidió perdón durante una conmemoración de la toma al Palacio de Justicia.
“¿Qué efecto tiene pedir perdón hoy, transcurridos diez años de estos hechos?”, le preguntaron en ese momento. “No sé, pero siento que era necesario”, respondió.
Para Gabriel Andrade, así como otras víctimas del M-19, el perdón no es suficiente porque se hace más necesaria la verdad y es ahí donde señala que existe una deuda con las víctimas del M-19.
“El problema es que esa deuda es impagable. No importa el nivel de sinceridad con el que puedan expresar el reconocimiento de su responsabilidad. Eso no los libera. Resolvieron hacer la paz, pero hacer la paz a costa de nuestras preguntas, de nuestro dolor”, concluye Andrade.
35 años después de la firma de la paz entre el M-19 y el gobierno de Virgilio Barco, la verdad sigue siendo la deuda que más pesa, igual que el dolor que pareciera buscar perpetuarse en las tantas víctimas que dejó esa guerra.
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