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Las negociaciones de paz resultan insuficientes incluso para lograr una disminución clara y sostenida de la violencia. Opinión de Laura Bonilla, subdirectora de la Fundación Pares.

Quienes analizamos la violencia y el conflicto, incluyéndome, no estamos exentos de ciertos enamoramientos con nuestros objetos de estudio o con interpretaciones de la realidad que, a veces, pueden nublar el juicio. Esta versión del texto, que hoy tengo el honor de publicar, fue enriquecida por la lectura crítica de colegas y por la generosidad de la Fundación Friedrich Ebert Stiftung (FES) en Colombia, que nos convocó a pensar colectivamente los desafíos del país en paz y seguridad. La mayor virtud del ejercicio fue confirmar que compartimos un horizonte común: construir una Colombia donde la violencia no consuma ni determine la vida de nadie, en ningún lugar.
Las negociaciones de paz fueron el tema que me correspondió abordar. Dada la amplia literatura existente, opté por concentrarme en una pregunta que me asalta desde la firma del Acuerdo con las FARC en 2016: ¿Cómo es posible que, habiendo desmovilizado a más de 13.600 combatientes, hoy existan al menos cuatro estructuras disidentes con aproximadamente 7.400 integrantes —según la Fundación Ideas para la Paz—, la mayoría producto de nuevo reclutamiento?
Tengo un interés profundo en comprender las trayectorias de estas disidencias, porque en ese tránsito —entre la ruptura y la consolidación como nueva estructura armada con capacidad de daño— se encuentra una de las claves para entender los reciclajes, mutaciones y adaptaciones de la violencia en Colombia. Comprender ese tránsito implica preguntarse en qué estamos fallando: ¿en la forma como se negocia? ¿En la implementación de los acuerdos? ¿En la capacidad de prevenir nuevas formaciones armadas?
Esto no significa que se desestime la capacidad de la paz negociada para reducir la violencia. De hecho, así ha ocurrido: basta comparar el pico de 3.200 secuestros anuales en el año 2000 con los aproximadamente 300 homicidios al año en la actualidad, o con los más de siete millones de personas desplazadas desde los años ochenta. Sin embargo, las violencias actuales son más selectivas y persistentes: asesinatos de líderes sociales, confinamientos prolongados, reclutamiento forzado por parte de todos los grupos armados.
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La proposición central de este texto es que, en el ciclo actual, las negociaciones de paz resultan insuficientes incluso para lograr lo que consiguieron en su momento los procesos con las AUC o las FARC: una disminución clara y sostenida de la violencia.
Colombia ha desarrollado múltiples procesos de paz negociada, algunos exitosos (López, 2016). En la mayoría surgieron disidencias que luego siguieron tres trayectorias posibles: disolverse, ser absorbidas por estructuras mayores o conservar autonomía territorial. Dos de esas trayectorias explican hoy la existencia de casi todos los grupos armados organizados —o, si se prefiere, formaciones armadas no estatales— que operan actualmente en el país.
Patrones del rearme: trayectorias que se repiten
Los datos del primer conteo son reveladores. Desde 1989 hasta hoy hemos identificado al menos 29 grupos armados surgidos tras procesos de paz: 17 disidencias, 9 reincidencias y 3 que nunca firmaron. El tiempo promedio que tarda en aparecer un nuevo grupo después de una negociación es de 1,79 años, pero este promedio cambia según el ciclo. Durante la violencia insurgente–contrainsurgente (1989–2015), el promedio fue de 2,13 años; tras el Acuerdo de 2016 con las FARC, se redujo a 1,38 años. La aceleración es innegable.
También hay diferencias en las trayectorias según el proceso de origen. En el caso de las FARC, el 75 % de los grupos surgidos son disidencias, es decir, estructuras que nunca entraron o se apartaron temprano del proceso. En cambio, el proceso con las AUC muestra una fragmentación más compleja: 25 % fueron disidencias, 62 % rearmados o reconfigurados, y 12 % nunca firmó. Esto sugiere que en el caso FARC hubo rechazo inicial, mientras que en el AUC predominó el reciclaje armado.
Con base en estos datos, es posible identificar cuatro patrones estructurales que se repiten en el rearme colombiano:
Patrón 1. Aceleración del rearme
El rearme no solo es más frecuente, también más rápido. En los noventa, los grupos tardaban entre 3 y 4 años en reconstituirse. En el caso AUC, ese promedio bajó a 2 años. Con las disidencias FARC post-2016, se redujo a 1,5 años. Esta aceleración limita la capacidad de respuesta estatal, que no logra ocupar el vacío antes de que otro actor lo haga. Si un grupo sobrevive sus primeros cinco o seis años, suele estabilizarse o ser absorbido. Así ocurrió con varias disidencias pos-AUC integradas al Ejército Gaitanista (EGC). Solo un grupo ha permanecido autónomo: las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra. Superar esa “ventana crítica” define si desaparecen o se consolidan.
Patrón 2. Traspaso de redes, repertorios y narrativas
Una constante es la transferencia de capacidades entre generaciones armadas. A esto lo llamo traspaso: de redes, experiencia, conocimiento operativo y narrativas. El caso de los Llanos es ilustrativo: del ERPAC surgieron los Libertadores, luego los Puntilleros, y parte de esa estructura terminó en las disidencias del EMC. No es el único caso. Mandos como Julián Bolívar, Martín Llanos o Daniel Rendón comenzaron en estructuras guerrilleras, migraron al paramilitarismo y trasladaron su experiencia. La violencia en Colombia ha sido también un laboratorio de transferencia entre enemigos.
Como documenta CORE en Disidencias por dentro, en las sabanas del Yarí conviven prácticas guerrilleras como la impuestación o el control territorial con lógicas asociadas al narcotráfico: estéticas del corrido, economía cocalera, tráfico. Esta convergencia no es casual. Las disidencias reactivan zonas donde ya operaron. Las estructuras pos-AUC conservan líneas de mando, economías y repertorios paramilitares. El EGC incluso ha incorporado narrativas políticas más cercanas a la insurgencia de lo que ite.
Patrón 3. Supervivencia prolongada y absorción posterior
Los grupos que sobreviven más de cinco años tienden a consolidarse, reorganizarse o ser absorbidos. Es lo que ha ocurrido con algunas estructuras del posacuerdo: la mayoría de disidencias FARC no duraron, pero otras —como el EMC— absorbieron estructuras, fortalecieron liderazgos y resistieron la fragmentación. Pasada la década, las probabilidades de supervivencia aumentan.
El Ejército Gaitanista de Colombia (EGC) ha demostrado ser el principal absorbente: integró grupos menores rearmados y estructuras disidentes de la pos-AUC, convirtiéndose en una federación armada con lógica mafiosa que ha pasado de un ciclo a otro y su probabilidad de desaparecer se disminuye con el tiempo, en tanto han logrado modelos de convivencia exitosa con el Estado, incluyendo varias autoridades. No es menor recordar que el EGC heredó os de una de las federaciones armadas más grandes que ha tenido Colombia, incluyendo sus os políticos y sus redes de poder. También persisten casos como los Caparrapos o Los Botalones, parcialmente absorbidos. Las ACSN siguen siendo el único grupo disidente autónomo, con arraigo y control territorial estable.
Patrón 4. Convergencia entre actores armados.
En parte por las dinámicas explicadas del rearme de grupos, de la circulación entre ellos de liderazgos, de la velocidad de rearme en alza y del aprendizaje, las diferencias entre grupos son menores, especialmente las ideológicas. Aunque retóricamente se intentan diferenciar, la realidad es que comparten economías ilícitas como el narcotráfico y la minería ilegal, pero también prácticas: extorsión, reclutamiento de menores, control de movilidad, violencia contra líderes sociales. Muchos comparten incluso personas, estructuras y repertorios reciclados de ciclos anteriores lo que hace que a través del aprendizaje las distancias entre estructuras también se disminuyan.
¿Negociar, reprimir o simplemente adaptarse?
El dilema no es si negociar o no. La verdadera pregunta es con quién, en qué condiciones, y para qué. Porque si el objetivo es solo reducir indicadores sin recuperar el control territorial, entonces nos encaminamos a una política de contención, no de transformación. Y en esa contención, el riesgo más grave no es el rearme: es que la sociedad deje de indignarse, que se acostumbre, que naturalice el hecho de que haya gobiernos de facto en los territorios y violencia estructural sin nombre ni autor.
Me permito una última afirmación, más personal que analítica. Sigo creyendo en la posibilidad de construir paz. Pero no en la paz entendida solo como acuerdo con actores armados, sino en la que se teje desde abajo, con las comunidades, con los liderazgos sociales, con quienes a diario resisten sin armas. Esa paz no necesita permisos ni firmas. Y si hay una tarea que no podemos abandonar, incluso si fracasan las negociaciones, es esa: construir condiciones para que la violencia deje de ser un destino repetido. Aunque la historia se repita, hay que insistir en romper el ciclo.
**Este artículo hace parte del proyecto “Transiciones posibles de la guerra y la paz en Colombia a casi una década del acuerdo de paz”, auspiciado por la Friedrich Ebert Stiftung en Colombia (Fescol), en alianza con El Espectador
