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El 9 de mayo de 2025, once militares ecuatorianos fueron asesinados mientras adelantaban operaciones contra la minería ilegal. Veinte horas después, el Ejército respondió con una emboscada en la que murieron tres guerrilleros.
En Ecuador, que se declaró en conflicto armado desde enero de 2024, no importan tanto las siglas como en Colombia (GAO, GAOR, Bacrim, EAOCAI): los llaman simplemente guerrilla. Los acusados de perpetrar el ataque son los Comandos de la Frontera. Pero ¿quiénes son realmente? ¿Cómo lograron fortalecerse tan rápido? ¿Por qué nadie pudo —o quiso— detener su rearme ni su violenta imposición como autoridades de facto en materia de justicia, seguridad y economía? ¿Está la frontera condenada? En esta columna me arriesgo a reconstruir la historia del poder armado en ese territorio para intentar responder.
Hay una historia de la triple frontera entre Colombia, Ecuador y Perú que me contó un querido amigo que vivió allí.
En 1996, existía una cooperativa que salía de Puerto Asís rumbo a Tarapacá, al Estrecho, Perú, justo antes de que el río Putumayo desembocara en el Amazonas. Una vez, un grupo delincuencial peruano detuvo la lancha creyendo que transportaba droga. Mataron a todas las personas con una crueldad infinita. Luego, las FARC acabaron con ese grupo.
En esa parte de la frontera —como casi siempre ocurre— ha habido bandidos de todos los talantes. El músculo de control del bandidaje, aunque nos duela en el alma nacional, lo pusieron durante años las FARC. Regularon también la economía cocalera, aunque las ganancias iban más al mantenimiento del proyecto nacional de guerra que al desarrollo del territorio donde se generaban.
La historia de los Comandos de la Frontera empieza en el cruce entre disidencia armada y pragmatismo criminal. Provienen del antiguo Frente 48 de las FARC, pero tienen un origen mixto.
Durante la guerra, ese frente estableció alianzas con La Constru, una estructura criminal compuesta por exparamilitares y respaldada por antiguos del cartel del Norte del Valle, como Henry Loaiza, alias El Alacrán. Esa alianza —construida para bloquear a otros actores armados y regular el narcotráfico— generó una lógica de control compartido, que incluyó vínculos funcionales con sectores de la Fuerza Pública.
Tras la desmovilización de las FARC, La Constru intentó ingresar al proceso de paz, pero también aprovechó la fragmentación para consolidar rutas. En 2017, cuando comenzaron los asesinatos sistemáticos de reincorporados, excombatientes del 48 advirtieron que el espacio ya no era seguro y reorganizaron una estructura de autodefensa, que luego se consolidó como Comandos de la Frontera. Empresarios ligados a las rutas vieron en esa estructura armada una forma de estabilizar un comercio ilícito que se les estaba desbordando.
El primer nombre fue Sinaloa, más por estética que por vínculos reales —un miliciano entusiasta que salía a cabalgatas con banderas mexicanas en Puerto Asís—. Con el regreso de mandos como El Paisa, la estructura se fortaleció, adoptó el nombre de Comandos de la Frontera y luego se autoproclamó Ejército Bolivariano.
Walter Mendoza intentó, en algún momento, darle un barniz ideológico. Pero lo que predomina sigue siendo la lógica del negocio. Los Comandos no se ven como una guerrilla tradicional. Se presentan como una empresa territorial armada que captura rentas y las redistribuye. Pagan sueldos, tienen nóminas, financian servicios, construyen placas huella. Dicen que no sacrifican a sus , que permiten tener familia, que son más flexibles. Y, a diferencia de los carteles puros, insisten en que devuelven parte del capital al territorio.
Pero ese discurso de redistribución convive con una estrategia violenta de control social. Amenazas, homicidios selectivos y la eliminación sistemática de liderazgos comunitarios hacen parte de su repertorio. Desde el inicio, su forma de consolidación fue suprimir por la fuerza la competencia civil. Juntas de acción comunal, organizaciones campesinas, zonas de reserva: todas han sido presionadas, cooptadas o desplazadas.
El modelo es simple: donde el Estado no llega, ellos imponen orden. Pero ese orden no ite deliberación. Lo que buscan no es representación política, ni proyectos productivos, ni reconocimiento ideológico. Quieren seguir cumpliendo su rol de reguladores del mercado, de la política y de la vida cotidiana. Negocian su permanencia a cambio de desarme, sabiendo que sin coerción armada pierden su capacidad de regulación. En su lógica, el protoestado que gobiernan merece reconocimiento. Pero ese modelo, aunque se vista de comunidad o de eficiencia local, es abiertamente incompatible con la democracia. Ahí está el cuello de botella.
¿Plata, plomo o negociación?
Colombia, tras nueve procesos de paz y desmovilizaciones colectivas, ha mejorado en varios indicadores de violencia, especialmente el homicidio. Pero hoy el problema —y en esto hay cierto consenso entre analistas— es el control territorial: la capacidad de imponer, por las armas, decisiones sobre la vida política, económica y social de una comunidad. Eso es lo que hacen los Comandos de la Frontera, y lo han hecho a plomo limpio: asesinando líderes de juntas de acción comunal, eliminando competencia y sembrando miedo. Entre 2016 y hoy, han asesinado a 62 líderes sociales y 39 firmantes del Acuerdo de Paz. Su amenaza no es el Estado armado, sino el Estado como promesa de transformación.
Colombia no ha logrado sostener una política real de recuperación territorial. Oscilamos entre ciclos de mano dura —que no podemos mantener— y períodos de relativa calma donde cada quien hace su trabajo “en paz”. Más recientemente, hemos sumado una tercera vía: negociaciones que en realidad son treguas informales. Porque ceses al fuego, pactos de no agresión y zonas toleradas han existido desde que la frontera tiene memoria.
Y es que la frontera en sí misma es parte del problema. Lo que Annette Idler llama el “efecto frontera” se manifiesta desde 2002, cuando el Plan Colombia empujó a las FARC —especialmente al Frente 48— a cruzar a Ecuador, establecer retaguardias y montar rutas para la coca y el oro. La Operación Fénix de 2008 rompió relaciones con Ecuador y congeló la cooperación. Con Santos hubo intentos de reconstrucción, pero sin cambios estructurales. Con Duque, la desidia fue total. En 2018, Ecuador vivió su propio punto de quiebre con el asesinato del equipo de El Comercio. Desde entonces, el país que había sido refugio se convirtió en campo de guerra.
Hablé con Hugo Acero, experto en seguridad y asesor reciente del gobierno ecuatoriano. Coincidimos: esto viene de atrás. El narcotráfico, sostenido por redes de corrupción binacional, fue el músculo de expansión. La ruta por Esmeraldas, frontera con Tumaco, fue apenas el inicio. Hoy ya operan cuatro puertos de exportación ilícita. La cocaína lidera, pero no está sola. Según analistas citados por Acero, el 38 % de la droga colombiana sale por Ecuador.
Los Comandos buscan ahora legalizar ese estado primario e informal, ese protoestado: no enfrentarse con las Fuerzas Armadas, mantener rutas, entrar al negocio de bonos de carbono, obtener interlocución. Negocian lo que venga. Mientras tanto, sectores campesinos renegocian sus propios términos. Algunos usan a los Comandos como contención frente a otras violencias. Ellos controlan la delincuencia, devuelven parte de los réditos, estabilizan el mercado. Tienen un discurso de redistribución, más territorialización que muchas instituciones. En zonas como Puerto Asís, fueron los primeros en construir placa huella. Pagan por servicios. Manejan finanzas que parecen públicas. Saben lo que hacen. Y quieren quedarse.
No obstante, hay un patrón visible que puede dar salida a la pregunta. Una de las razones por las cuales estos grupos están dispuestos a negociar —y logran ampliar su base social— es que, para muchas comunidades rurales, la única forma que han tenido de interlocutar con el Estado central ha sido a través de procesos de negociación con actores armados. De distinta índole. La única alternativa viable que se desprende de este argumento sería crear canales reales, permanentes y legítimos de interlocución entre las comunidades rurales y el Estado, sin necesidad de mediadores armados.
De pronto funcione.
