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En octubre, mientras la oscuridad descendía sobre el golfo de México, un avión turbohélice del gobierno estadounidense de la década de 1970 se acercaba al ojo del recién formado huracán Milton. Cuando llegó el primer escaneo de radar del avión por comunicaciones vía satélite, me abalancé sobre ellas y me apresuré a ponerme al aire, describiendo a los telespectadores lo que veía dentro del ciclón: una temida alineación de vórtices que señalaba las primeras fases de una rápida intensificación. En las redes sociales lo dije más claramente: “Katy, tapia la puerta, este está a punto de dar un espectáculo”.
Y Milton lo hizo, fortaleciéndose a un ritmo vertiginoso en las 24 horas siguientes hasta convertirse en un monstruo de categoría 5 con vientos de 290 kilómetros por hora, el huracán más potente del golfo en casi 20 años. Pero no hubo ninguna sorpresa de octubre en la costa de Florida, porque habíamos recibido aviso de sobra de los cazadores de huracanes de la Oficina Nacional de istración Oceánica y Atmosférica (NOAA, por su sigla en inglés), tiempo suficiente para que la población de las zonas de mayor riesgo evacuara con seguridad y los negocios se prepararan para lo peor.
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Pero a medida que nos adentramos en lo que la NOAA prevé que será otra temporada activa de huracanes en el Atlántico, el gobierno de Trump y el llamado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por su sigla en inglés) están reduciendo la agencia, que alberga al Servicio Nacional de Meteorología, a los cazadores de huracanes y muchos otros programas cruciales para los pronosticadores de huracanes. Sin el arsenal de herramientas de la NOAA y sus 6300 millones de observaciones diarias, los huracanes detectados rutinariamente de hoy podrían convertirse en los mortales huracanes sorpresa de mañana.
El Servicio Nacional de Meteorología cuesta al estadounidense, en promedio, 4 dólares al año en dólares inflados de hoy —aproximadamente lo mismo que un galón de leche— y ofrece un rendimiento anual de la inversión del 8.000 por ciento, según las estimaciones de 2024. Es absurdo que el gobierno pretenda que destripar una agencia que protege nuestras costas de una marea creciente de desastres redunde en beneficio de nuestra economía o de la seguridad nacional. Si el sector privado hubiera podido hacerlo mejor y más barato, lo habría hecho, y no lo ha hecho.
Perder a los cazadores de huracanes sería catastrófico, pero eso sería solo la ola precursora del brutal tsunami dirigido por el DOGE a la previsión meteorológica. En solo tres meses, el DOGE ha infligido al Servicio Nacional de Meteorología, que gestiona 122 oficinas locales de previsión en todo el país, el equivalente a más de una década de pérdidas de personal. Algunas oficinas han sufrido una hemorragia del 60 por ciento de su personal, incluidos equipos directivos enteros.
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Las oficinas de previsión del Servicio Nacional de Meteorología —que suelen tener personal 24 horas al día, siete días a la semana, 365 días al año— son la fuente de todos los avisos meteorológicos que reciben los estadounidenses por teléfono, TV y radio. Sin estos avisos y datos, las emisiones meteorológicas locales y las aplicaciones meteorológicas privadas no podrían funcionar.
Con decenas de oficinas de previsión locales haciendo esfuerzos por mantener las operaciones 24 horas al día, 7 días a la semana, el 13 de mayo la NOAA emitió un aviso de socorro pidiendo a los del personal que quedaban que abandonaran temporalmente sus puestos para salvar lo que quedaba de la crítica red de alerta del país. Casi la mitad de las oficinas locales de previsión carecen de personal suficiente, con una tasa de vacantes del 20 por ciento o superior, y varias de ellas están a ciegas durante parte del día, lo que aumenta el riesgo de que el estado del tiempo pase desapercibido y la gente quede desprotegida y sin recibir advertencias.
La reorganización del personal es solo la más reciente medida de una agencia que lucha por sobrevivir. Los globos meteorológicos, pilar de la recogida de datos desde hace más de 60 años, suelen despegar dos veces al día desde 100 emplazamientos repartidos por Norteamérica, el Caribe y el Pacífico. Pero recientemente algunos de sus vuelos se han reducido o suspendido para que el limitado personal pueda atender otras prioridades.
Incluso en la era de los satélites, se ha demostrado que los globos meteorológicos mejoran notablemente la precisión de las previsiones, hasta el punto de que los lanzamientos dos veces al día suelen complementarse con hasta cuatro lanzamientos diarios antes de las amenazas de huracanes importantes. Los globos adicionales aumentan la confianza en las previsiones y permiten tomar antes decisiones sensibles al tiempo, como las órdenes de evacuación. En el precipicio de una nueva temporada de huracanes, los lanzamientos de globos se han reducido entre un 15 y un 20 por ciento en todo el país, lo que ha arrojado a la nación a un arriesgado experimento que nadie quería llevar a cabo.
Dentro de la NOAA, la investigación y la previsión están inextricablemente unidas. En los nuevos documentos presupuestarios publicados el viernes, la Casa Blanca propuso eliminar el ala de investigación de la NOAA, la Oficina de Investigación Oceánica y Atmosférica (OAR, por su sigla en inglés), que presta un apoyo de misión crítica a los cazadores de huracanes. Darle un mazazo a la OAR destrozaría décadas de progreso en la previsión de huracanes, uno de los éxitos rotundos de las ciencias predictivas. El destino de la rama de investigación de la agencia está ahora en manos del Congreso.
Hace treinta años, los pronosticadores no podían detectar un huracán hasta que se formaba, y una vez formado, teníamos suerte si nos avisaban con dos o tres días de antelación de que podría tocar tierra. Hoy, nuestros modelos de previsión —desarrollados, mantenidos y mejorados por los científicos de la NOAA y sus supercomputadoras— predicen huracanes de forma rutinaria y fiable a veces una semana o más antes del primer asomo de las nubes. Con dos o tres días de antelación, somos capaces de reducir las previsiones de huracanes a uno o dos condados.
Los huracanes que se intensifican rápidamente, como Milton, siguen siendo difíciles de predecir, pues eluden a los satélites convencionales y sobrepasan a los modelos de predicción meteorológica. En los últimos años, sin embargo, la NOAA ha desarrollado potentes modelos de huracanes de alta resolución que ven los pequeños detalles y pronostican hábilmente episodios de rápida intensificación. Recortar la financiación de la investigación y el desarrollo de la NOAA supondría apagar estos modelos de categoría mundial y destripar el instituto que suministra las únicas herramientas de previsión de intensificación rápida de que disponen los meteorólogos. Sin ellas, los pronosticadores como yo estamos pilotando un avión en las nubes sin sistema de navegación. Es una receta para el desastre.
Llevo más de dos décadas trabajando para reducir la pérdida de vidas por huracanes, labor que ha implicado desde revolucionar la forma de predecir y alertar de las mareas tormentosas en el Centro Nacional de Huracanes hasta revisar los planes de respuesta y recuperación ante huracanes de la FEMA, pasando por guiar a los telespectadores en directo en The Weather Channel y en las emisoras del sur de Florida, propenso a los huracanes, durante decenas de ciclones. Los huracanes no son una idea lejana para los más de 60 millones de estadounidenses que viven en la zona de huracanes. Son nuestra máxima prioridad durante la temporada de huracanes del Atlántico, que va del 1 de junio al 30 de noviembre. No he visto una amenaza mayor para la ciencia meteorológica y climática que la que estamos presenciando ahora.
El daño irreparable que está causando el gobierno de Trump pondrá en peligro la red de alerta meteorológica de larga data de la nación para cientos de millones de estadounidenses en las próximas décadas. Solo es cuestión de tiempo hasta que el próximo Milton llegue a nuestras puertas, pero con nuestra inteligencia meteorológica gravemente comprometida, ¿lo sabremos?
*Michael Lowry es especialista en huracanes y experto en marejadas ciclónicas de la WPLG de Miami, y anteriormente trabajó como científico de alto rango en el Centro Nacional de Huracanes, como jefe de planificación en la FEMA y como experto en huracanes en el Weather Channel.
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Por Michael Lowry / The New York Times
