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Recién regreso de la región del Biobío, en Chile, donde visité uno de los humedales más importantes para las aves migratorias del Cono Sur: el sistema Rocuánt-Andalién. Al recorrerlo, recordé mi primera experiencia de trabajo, hace más de 25 años, cuando caminaba visitando los humedales de Bogotá, documentando sus múltiples amenazas (escombros, aguas residuales, y vías que los cortaban y aislaban) y viendo posibles soluciones.
Con tristeza comprobé que, más de dos décadas después, los mismos males se repiten en múltiples humedales de la región, como en este, de la región Biobío. Al igual que en Bogotá, donde se han perdido miles de hectáreas, parte de los humedales costeros del Biobío también han sido arrasados. Y con ellos, se esfuman funciones vitales que tienen como son la regulación del agua, el control de inundaciones, la absorción del exceso hídrico y la liberación gradual en épocas secas.
Así como el oso polar sobre un témpano se convirtió en símbolo del cambio climático, las aves migratorias, siendo una especie de indicador, son otro emblema del colapso ecológico. Tras viajar miles de kilómetros desde Canadá o la Patagonia, muchas aves, como el Zarapito, llegan a lugares donde cada vez, año tras año, hay menos áreas de refugio.
Se encuentran situaciones inimaginables donde lo que solía ser su hábitat ideal para su descanso, alimentación y refugio, antes de volver a partir en su épico viaje, ha sido reemplazado por hoteles, casinos, autopistas, edificios o aeropuertos, entre otros. Sin embargo, en muchos casos la superficie ha sido transformada, más no la composición y configuración del subsuelo que sigue recordando que era un humedal. Así como se dice que el río tiene memoria y, aunque lo desvíen, volverá a su cauce, de igual forma un ecosistema acuático conserva su memoria. Situarse en zonas que albergaron humedales pueden llegar a tener mayor riesgo de inundaciones y riesgos asociados a la inestabilidad de los suelos.
En medio del “bosque mágico” —como lo llama Luisa, defensora del humedal Vasco de Gama, que es parte del Rocuant Andalién— encontré un gran respiro de esperanza. Le pregunté de dónde tomaba fuerzas tras más de 30 años de lucha, y respondió con calma: “De la naturaleza misma. Soy su voz, porque ella y sus animales no pueden hablarle a las máquinas de construcción que he tenido que detener”.
Allí, a orillas del humedal, hay árboles que invitan a treparse, como en los viejos tiempos, cuando aún no habían sido sembrados en las grandes capitales pocas especies de árboles que uniforman las ciudades con su forma rectilínea. Sobre estos bosques la comunidad ha instalado letreros de madera con frases como: “Hay luz en estas raíces, no dejes que se apague”.
Los cambios empiezan desde lo pequeño, desde lo local. Personas como Luisa, y muchas otras en distintos barrios, contienen la devastación con acciones cotidianas. Es clave rodearlas, apoyarlas, amplificar su causa.
También debemos hacernos preguntas incómodas pero necesarias. Si cada vez que alguien que va a comprar un inmueble se preguntara si antes fue un humedal, podríamos evitar riesgo por futuras inundaciones. Reducir la demanda por viviendas en zonas de relleno, desincentivaría significativamente la destrucción de los humedales y la situación de tener viviendas en zona de riesgo.
Latinoamérica necesita una gran cruzada por la restauración de sus humedales. No solo por las aves o los ecosistemas, sino por nosotros mismos. Por fortuna, iniciativas como la Americas Flyways Initiative (AFI), fundada por Audubon, BirdLife International y el Banco de Desarrollo de América Latina y el Caribe (CAF), están identificando, gracias a las aves, los sitios estratégicos a restaurar, como el sistema de humedales Rocuánt-Andalién, y están apoyando la estructuración de proyectos que luego puedan ser financiados para lograr efectivamente desplegar impactos socio ambientales positivos para las aves y las comunidades.
Así que la próxima vez que veas una bandada cruzar el cielo, recuerda que quizá viene —o va— hacia un humedal que aún sobrevive gracias a la valentía de personas como Luisa y la colaboración de organizaciones comprometidas. Testigos del daño, pero también conscientes del poder de regenerar lo que nos queda.
*Divulgador científico y autor de “El ABC Visual del Cambio Climático”
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Por Santiago Aparicio Velásquez*
